DÍA A DÍA CON MARÍA

No son muchos, pero lo hay. Son hombres y mujeres, perdidos aquí y allá, que dialogan diariamente con Dios, se acercan al Evangelio como quien va a beber de una fuente, buscan el silencio y el abandono confiado en Dios. Ellos y ellas son una luz en medio del mundo.
Muchos de ellos son laicos. Son una vocecita de Dios en medio del silencio. Con imágenes vivas del Evangelio, son sal de la tierra, luz del mundo. A pesar de las dificultades, ponen en marcha pequeñas estructuras, desde donde se alza una voz contra el hambre y la injusticia, y donde siempre está la puerta abierta para la acogida. En torno a estas personas, verdadera luz abierta a todos, se nota un especial cuidado de la vida.

"Siméon, movido por el Espíritu Santo, vino al templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios, diciendo: Ahora, Señor, según tu palabra, puedes dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel... Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; nos se apartaba del templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (Lc 2,27-32. 36-38). (Lc 2,22-23).

José y María integran a Jesús en la cultura y religión de su pueblo.

Un hombre y una mujer, Simeón y Anda, van al templo para encontrarse con Jesús, lo descubren, gozan de la luz. Entienden que la salvación es para todos, por eso alzan la voz para que todos sean iluminados por la presencia de Jesús.

Las palabras de estos dos ancianos llenan de sorpresa el corazón de María. Desde este texto nos preguntamos cómo ser testigos de la luz, como hacer frente a lo que destruye la dignidad del ser humano, cómo ser continuadores de Jesús.


Cantar, Madre, quisiera: ¡por qué te amo, María!, por qué tu dulce nombre de alegría estremece mi corazón, por qué de tu suma grandeza la idea no le inspira temores a mi mente. Si yo te contemplase en tu sublime gloria eclipsando el fulgor de todo el cielo junto, no podría creer que soy hija tuya; bajaría los ojos sin mirar a los tuyos. Para que un niño pueda a su madre querer, debe ella compartir su llanto y sus dolores. ¡Madre mía querida, para atraerme a ti, pasaste en esta tierra amargos sinsabores...! Contemplando tu vida según los Evangelios, ya me atrevo a mirarte y hasta a acercarme a ti; y me resulta fácil creer que soy tu hija, pues te veo mi igual en sufrir y morir" (Santa Teresita).

Cipcar

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