UNA
DECLARACIÓN DE PABLO VI
El día 21 de septiembre se celebra en la Iglesia la fiesta de la
presentación de María en el Templo. Es esta una fiesta de origen oriental que
se inspira en textos antiguos como el llamado Protoevangelio de Santiago. Sin
embargo, con frecuencia ha sido representada por los maestros de la pintura y
la escultura cristianas.
Pues bien, en esa fecha del año 1964, en la Basílica de San
Pedro en el Vaticano se clausuraba la tercera etapa del Concilio Vaticano II.
Tras la votación final de la constitución sobre la Iglesia y los decretos sobre
el ecumenismo y las Iglesias orientales, estos documentos eran promulgados
solemnemente por Pablo VI.
En la homilía que pronunció aquella mañana, el Papa insistía
especialmente en la constitución sobre
la Iglesia. De hecho confiaba él que la doctrina sobre el misterio de la
Iglesia, allí explicada, habría de producir abundantes frutos en todos los
católicos. Esa confianza se apoyaba en algunas esperanzas concretas:
1. Los fieles podrían admirar el rostro de la Iglesia, que
quedaba ahora más evidente y mejor delineado.
2. Con ello podrían todos contemplar la hermosura de la Iglesia
como madre y maestra.
3. Al mismo tiempo, habrían de advertir la sencillez y la
majestad de esta venerable institución.
4. Es más, podrían ver en la Iglesia un verdadero milagro, por
su fidelidad histórica, por la armonía de su vida social, por su excelente legislación
y por su continuo progreso.
5. En la Iglesia habrían de descubrir a la vez lo humano y lo
divino, puesto que en esta comunidad de personas que creen en Cristo
resplandece el Cristo total, nuestro Salvador.
Algunos podrían considerar que esta presentación de la Iglesia
la alejaba de los hombres de hoy. Sin embargo, según el Papa, la Iglesia “trata
de comprenderlos mejor, de participar en sus amarguras y en sus legítimas
aspiraciones, de apoyar sus esfuerzos por conseguir la prosperidad, la libertad
y la paz”.
De todas formas aquella intervención de Pablo VI había de ser
recordada sobre todo por el homenaje que tributó a María, la madre de Jesús.
La constitución sobre la Iglesia dedicaba a María un capítulo importante, aunque algunos hubieran preferido que el Concilio le hubiera dedicado un documento específico. Como para satisfacer a unos y otros, de forma solemne el Papa declaraba a María como “Madre de la Iglesia”. Al mismo tiempo determinaba que “todo el pueblo cristiano honre a María y se encomiende a ella con este dulcísimo título”.
La constitución sobre la Iglesia dedicaba a María un capítulo importante, aunque algunos hubieran preferido que el Concilio le hubiera dedicado un documento específico. Como para satisfacer a unos y otros, de forma solemne el Papa declaraba a María como “Madre de la Iglesia”. Al mismo tiempo determinaba que “todo el pueblo cristiano honre a María y se encomiende a ella con este dulcísimo título”.
La razón de ese título encontraba una lógica explicación en las
palabras del Papa. Si María es la Madre de Cristo, al que reconocemos como
Cabeza del Cuerpo místico que es la Iglesia, ha de ser tenida también por Madre de la misma Iglesia.
Al cumplirse cincuenta años de aquella proclamación es fácil
observar con qué naturalidad ese título de María, decidido por Pablo VI, ha
penetrado en la piedad popular y en la conciencia de toda la Iglesia.
José-Román Flecha Andrés
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