NO TENGÁIS MIEDO
NUESTRA RESURRECCIÓN COMIENZA HOY
«Te lo aseguro: el que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del Espíritu es espíritu… Tenéis que nacer de nuevo» (Jn 3, 5-6).
¿Sabes, hermana, hermano, que la vida y la muerte son las dos caras de un único y mismo misterio? Nuestro primer nacimiento en la carne, que nos proporcionan un día nuestros padres, lleva injertado un «segundo nacimiento» que olvidamos con frecuencia y del que habla Jesucristo cuando nos dice: «Tenéis que nacer de lo Alto, de agua y de Espíritu, pues lo que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es espíritu».
Para el primer nacimiento tú no eliges nada, ni la raza, ni la familia, ni el sexo a que perteneces. Tu segundo nacimiento espiritual es puro don de Dios que te convierte en un hijo adoptivo para quien el Espíritu abre el Reino de los cielos. Pero hace falta toda una vida para salir de nuestra ganga de tierra, de ese «ego» centrado en uno mismo y sometido a los impulsos de la naturaleza, de ese ser prisionero de sus tendencias y pasiones. Hace falta toda una vida para llegar a ser hijo o hija a los ojos del Padre, para llegar a ser hermano o hermana de verdad. Este nuevo nacimiento, presupone una lenta y dolorosa metamorfosis, una paciente configuración, fruto de una larga y sufrida conversión.
Es preciso acoger, día tras día, el Amor de Dios, don del Espíritu Santo, que es la fuente y el dinamismo de esta gestación imprescindible. Nuestra resurrección al Más Allá, nuestra entrada en la Vida verdadera, no es sólo algo del mañana, o de la hora de nuestra muerte, sino que empieza hoy.
El cielo no está detrás de las nubes, sino en lo más hondo de nuestra alma. Nuestra inmortalidad la estamos viviendo hoy, ahora, cada vez que nos sobreponemos a nosotros mismos para amar.
Amar es ya resucitar, porque el Amor es Vida. Día tras día tenemos que ir modelando el rostro de nuestra eternidad porque… Sólo el amor personaliza al ser humano. Sólo el amor humaniza al ser humano. Sólo el amor diviniza al ser humano. El amor no puede morir.
Cipecar
SIGNOS DEL RESUCITAD0
Vuelven a su vida de otra manera. ¡Qué diferencia entre caminar con los ojos ofuscados y hacerlo con los ojos limpios! ¡De qué manera tan distinta se camina si, en vez de compartir frustraciones, contamos nuestra experiencia de resucitados! El camino, hecho en compañía de Jesús, nos permite descubrir signos de esperanza donde antes sólo veían señales de pesimismo (cf Lc 24,15ss).
Son signos de la presencia del Resucitado. Son familias que, con sueldos ajustados, son generosas; laicos que, antes de empezar el trabajo, participan en la misa matutina de su parroquia; enfermos crónicos que no pierden la sonrisa; religiosos que, sin especiales alardes, están siempre dispuestos a ser enviados donde haga falta; jóvenes que no se ajustan al hedonismo ambiental sino que participan en voluntariados de ayuda a los demás; madres de familia que mantienen la confianza en circunstancias conflictivas. Ellos y ellas, con el testimonio de su esperanza, hacen realidad lo que todos cantamos en el tiempo de Pascua: “Vimos romper el día sobre tu hermoso rostro/ y al sol abrirse paso por tu frente. / Que el viento de la noche no apague el fuego vivo/ que nos dejó tu paso en la mañana”.
Anuncian, celebran el Evangelio de la vida. El esplendor de la resurrección ayuda a superar toda situación de muerte y a reconciliar a los seres humanos y a toda la creación con la vida. La experiencia de Jesús: la paz, el perdón, la alegría…. los convierte en misioneros, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza» (1Ped 3,15).
Oran y viven como resucitados. Las señales más hermosas son la alabanza, que recrea las fuentes del gozo y purifica el aire, y el interés por los demás. “Sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos» (Jn 3,14).
LLAMADOS A LO NUEVO
De estreno en estreno. La Resurrección de Jesús nos recuerda nuestra vocación a la creatividad y a la vida nueva. Jesús es todo vida. Orar es aceptar cada día el cara a cara con la Vida. Esto solo puede hacerlo el pobre, que se atreve a ponerse en silencio y soledad, desnudo ante Cristo. Con la sola actitud de la confianza fundamental.
Jesús es modelo desde dentro. Llama a nuestra puerta y, cuando le dejamos entrar, se sienta en el centro de nuestro corazón y hace nuevas todas las cosas (cf Ap 21,5). Ser orante no es tanto trabajar por ser buenos, sino volvernos a Aquel que es bueno con nosotros.
De nuevo, todo es posible. Los que habían abandonado a Jesús se liberan de su incredulidad y se confían a Él. Los que se habían dispersado se reúnen de nuevo en su nombre. Los que se resistían a aceptar el mensaje de Jesús, comienzan ahora a anunciar el Evangelio con convicción total. Los cobardes, arriesgan ahora su vida por defender la causa del Crucificado.
ENCUENTRO CON EL RESUCITADO
Jesús se deja ver. El ausente se nos hace presente. De muy diversas maneras se hace nuestro compañero de camino. Sin apenas darnos cuenta se nos mete en la vida. Esta es la experiencia y certeza fundamental de la oración: Jesús vive y está con nosotros. Encontrarle es algo que afecta a toda nuestra persona.
Un camino privilegiado. Vivir como resucitados es tener un encuentro con Cristo Resucitado. «Yo soy el que vive. Estaba muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1,17‑18). «En veros junto a mí, he visto todos los bienes… Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere junto a sí” (Santa Teresa, Vida 22, 7). La oración es un camino privilegiado para ello.
El signo de la comunidad. El signo mayor de los cristianos es el de vivir como hermanos y quererse. En medio de un mundo marcado por las divisiones, guerras, distinciones y clases sociales, la experiencia de comunidad, y dentro de ella la oración en común, es un prodigio permanente. “Nosotros preguntamos: ¿Dónde está Dios?; y Dios responde preguntando: ¿Dónde está tu hermano?» (Pedro. Casaldáliga).
«La gloria de Dios es que el hombre y la mujer vivan” (San Ireneo). La oración, como encuentro vital con Jesús, nunca termina en fracaso, porque bebe en las fuentes de la gracia (cf 1Cor 15,10). Pablo se define como el que “ha sido alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12), y por tanto corre la misma suerte que él.
La experiencia del perdón. En cada encuentro de oración, Jesús se pone en medio y da el perdón. No echa en cara las huidas, no empieza con el reproche, no pone por delante sus exigencias para el camino. Lo primero para él es curar e invitar de nuevo a la comunión y a la amistad con él. Jesús muestra a sus amigos los signos de su amor y de su victoria. Siempre se da a conocer como el que demuestra su amor hasta la muerte. Su perdón nos ofrece “una nueva posibilidad de vida” (E. Schillebeekx). Orar es recibir un día y otro el perdón. Vivir es, un día y otro, ser testigos de reconciliación en el mundo (cf Jn 20,22‑23).
El regalo de la paz. La experiencia de sentirse amados, desmedidamente amados, es fundamental en la oración y en la vida. Jesús saluda con la paz, y en ella nos regala la armonía, la bendición, la gloria, la salvación, la vida. “Lo que no engendra humildad, silencio, paz… ¿qué puede ser?» (San Juan de la Cruz).
Cipecar
BENDECIR EN EL NUEVO AÑO QUE HEMOS COMENZADO
La Biblia está llena de bendiciones, y, por qué no decirlo, también de maldiciones, algunas en boca de Dios… Nos importa mucho rescatar, desempolvar el sentido de la bendición en este tiempo, es que se nos obsequia una bendición, o la bendición por excelencia… Dios comprometido con nuestra propia historia, hace que todo ser humano sea bendito, asumiendo nuestra condición de fragilidad. Por eso, porque él se hace hombre, es hermoso ser hombre-mujer. No es ninguna maldición haber nacido.
Partiendo de este sentido navideño de la bendición: hecho uno de los nuestros, nos invita a no avergonzarnos de nuestro barro, a modelar con nuestra precariedad relaciones de vida, creativas de novedad…
Recordamos que el sentido original de la bendición «significa revelar la última identidad de las cosas, su profunda interioridad, que consiste en hacer entrar en relación con el Creador». Los objetos, la actividad, el trabajo, las relaciones, el espesor de la vida… pueden volverse opacos y ser ocasión de desencuentro, pero la bendición consigue que la realidad se vuelva traslúcida: ilumina nuestra mirada y la hace llegar hasta Dios, que es su origen.
Dos ideas resalta el texto: la bendición saca a luz la identidad, la verdad escondida de las cosas y las personas… y cura el desencuentro, nos pone en conexión… nos hace entrar en comunión.
De manera que bendiciéndonos Dios… despierta en nosotros lo que ya es verdad, nuestra belleza, con la que él nos ha creado. Nos reconcilia con la vida, nos devuelve a esa sencillez, en la que no son las heridas, los recelos, las desconfianzas, las que nos mueven, sino la limpieza de los encuentros, la comunión en la verdad.
Siendo nosotros bendecidos, tenemos ocasión de ser bendición, no sólo con las palabras, con el pensamiento, con la mirada, con la sonrisa, con la actitud, con los gestos…
Queremos ser portadores de bendición gratuita… Cuando nos disponemos a ultimar un año y comenzar otro, cuando nos reunimos en torno a la mesa en familia el día de Navidad, o en la soledad gris de estos días no felices para algunos, ¿cómo ser mensajeros de bendición, ayudar a que de la dureza de tantas situaciones se arranque una pequeña flor de vida, un tallo…? Bendecir es regar con esperanza aquello en lo que otros solo perciben decrepitud y muerte. Bendecir significa creer que hay vida, que hay futuro, que brotará un renuevo.
Termino con una bendición, pero sobre todo, invitando a que cada uno inventéis vuestra propia bendición… con aquello que os brote de dentro, que sean palabras sinceras, no repetidas. Ésta por si alguien no la conoce, es irlandesa, y reza así:
Que el camino suba a tu encuentro.
Que el viento te de siempre en la espalda.
Que el sol brille cálido sobre tu cara.
Que la lluvia caiga suave sobre tus campos.
Hasta que nos encontremos de nuevo, mañana u otro día, donde estés…
Que Dios te guarde en el hueco de su mano.
Cipecar
JESÚS LLEGA SIEMPRE POR CAMINOS NUEVOS AL CORAZÓN
ADVIENTO: al viento de la vida que llega. Invitación a no despreciar nada de lo que ha sucedido en nuestra vida y de lo que somos. Invitación a hacer las paces con nuestro pasado, en el que encontramos insatisfacciones, decepciones, pecados… Reconocerlos, acogerlos para devolvérselos a Él. El nido de la vida que se va a depositar en tus manos lo has de construir con todos los materiales de tu historia. No un lamento estéril, una culpabilidad asfixiante… Igual que el aire se lleva las hojas secas en este tiempo, el Espíritu viene para liberarte de tu apego a lo viejo, a lo ya caduco. Deja que Él sople sobre tu tristeza y se abrirá camino una paz muy sencilla, hecha de sorpresa y acogida de lo simple y sin brillo, lo inaparente, de lo que sucede más allá de tus cálculos.
Recupera en ti la CONFIANZA, por la que le dejas a Dios la imaginación de lo que está por delante, para vivir intensamente lo que ahora se te regala.
La esperanza es un don que germina en el corazón de los que no viven a la defensiva, sino que aceptan la vida, la acogen. Quienes no juegan a conquistar, a vencer, a ganar, a subir… quienes no descansan en sus estrategias, sino que, en su debilidad, reconocen el suelo para esperar un mañana nuevo; porque Dios llega, como llegó siempre y llegará por caminos insospechados.
La esperanza nace para los cristianos desde abajo, como un germen muy pequeño, que cabe en el corazón de cualquiera, nadie está excluido. La esperanza no nace aparatosamente, con prepotencia deslumbrante, con estruendo y trompetas. La esperanza nacerá en nuestra tierra, como nació en MARÍA. En este tiempo somos como ella, tierra que espera, tierra de Dios, entrañas para Él.
Adviento: Sí, amigos… tiempo para creer en los milagros, los que de verdad importan, los signos humildes de una vida nueva, de una alegría muy simple. A condición de algo nada fácil: descalzarnos, desnudarnos de lo aprendido, de lo previsible…
Tiempo para hacer silencio, buscar espacios y lugares en los que atreverte a estar a solas con Él, sin miedo… dejarle que te mire.
Tiempo para escuchar tu verdad, sin fingir, sin esconderte; al descubierto, ‘al aire de su amor por ti’, ¿por qué no creer, en lugar de desconfiar? ¿Qué tienes que perder?
Él llega siempre por caminos nuevos al corazón de los sencillos, de los niños… ¡Feliz espera!
Miguel Márquez, Calle
DIOS NO CAMBIA DE OPINIÓN
A veces pensamos en la vocación como algo provisional. Como algo que hoy es 'A' y mañana puede ser 'B'. Pero, ¿no será que intentamos traer a Dios a nuestra situación, como el agua a nuestro molino?
Yo creo en que la vocación es para siempre. Dios no juega con nosotros. Cuando decimos «para siempre», en unos votos religiosos, o en el matrimonio, estamos apostando de verdad la vida a una intuición. La garantía no es mágica. Es, más bien, un compromiso. El compromiso de intentarlo, de celebrar y disfrutar cuando el tiempo acompañe, cuando el humor sea radiante y los motivos resplandezcan; pero también seguir adelante cuando haya brumas, cuando toques fondo, cuando el frío te envuelva. Cuando el corazón empuje en otra dirección.
Ningún «para siempre» se sustenta solo en el deseo. A veces deseas lo contrario de lo que un día prometiste. Pero somos mucho más fuertes que nuestro deseo. Somos también capaces de luchar por aquello en lo que creemos. Somos nuestras convicciones, nuestras promesas, nuestras alianzas. Ningún matrimonio duraría para siempre solo sostenido sobre los días fáciles. Y ninguna consagración religiosa puede durar exigiendo a Dios la convicción de los días buenos. Hay momentos en que olvidas los motivos. En que pierdes la firmeza. En que te muerde la nostalgia. En que piensas en los caminos no elegidos. Eso no es ser débil. Es ser humano.
Entonces, ¿por qué seguir, cuando no sientes la misma convicción de otros momentos? ¿Es puro voluntarismo? ¿Es miedo al cambio? ¿Es obcecación? ¡No! Seguimos porque creemos que Dios no juega con nosotros. Dios no nos quiere hoy de un modo y mañana de otros. Dios cree en nuestra pasión, en nuestra capacidad para elegir y luego pelear por aquello que hemos elegido. Dios nos ofrece un camino, y nos acompaña en ese camino. El amor, para ser historia, tiene que ser capaz de templarse en el calor y sostenerse en el frío. Y hay proyectos que salen de las crisis más fuertes, más serenos y más plenos a la vez.
Evidentemente Dios es Dios, y si nosotros cambiamos de opinión, si lo que un día creímos para siempre se nos escurre entre los dedos, si la vida se complica y no encontramos las fuerzas, si en un cierto momento entendemos que tenemos que cambiar de camino, si fracasa aquello por lo que un día quisimos luchar, si por los motivos que sean, elegimos cambiar y cambiamos... no nos dejará solos. Y seguirá saliendo a buscarnos, allá donde vayamos. Él, que es fiel a sus promesas.
MOTIVOS PARA LA ESPERANZA: MI GENTE Y LA MÚSICA
Hasta cuando estoy más gris sé que hay algunas personas con las que, si me junto y empezamos a cantar, estoy en casa.
CREER A PESAR DE LA CRUZ - Lc 24, 13-35
CENA ESPECIAL DE DESPEDIA
Jesús sabe que
sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que
hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más
cercanos. Es un momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo
quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada.
Consciente de la inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos: ¿qué va a ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?
Al parecer, no se trata de una cena pascual. Es cierto que algunas fuentes indican que Jesús quiso celebrar con sus discípulos la cena de Pascua, en la que los judíos conmemoran la liberación de la esclavitud egipcia. Sin embargo, al describir el banquete, no se hace una sola alusión a la liturgia de la Pascua, nada se dice del cordero pascual ni de las hierbas amargas que se comen esa noche, no se recuerda ritualmente la salida de Egipto, tal como estaba prescrito.
Por otra parte es impensable que esa misma noche en la que todas las familias estaban celebrando la cena más importante del calendario judío, los sumos sacerdotes y sus ayudantes lo dejaran todo para ocuparse de la detención de Jesús y organizar una reunión nocturna con el fin de ir concretando las acusaciones más graves contra él. Parece más verosímil la información de otra fuente que sitúa la cena de Jesús antes de la fiesta de Pascua, pues nos dice que Jesús es ejecutado el 14 de nisán, la víspera de Pascua. Así pues, no parece posible establecer con seguridad el carácter pascual de la última cena. Probablemente, Jesús peregrinó hasta Jerusalén para celebrar la Pascua con sus discípulos, pero no pudo llevar a cabo su deseo, pues fue detenido y ajusticiado antes de que llegara esa noche. Sin embargo sí le dio tiempo para celebrar una cena de despedida.
En cualquier caso, no es una comida ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que habían celebrado por las aldeas de Galilea. Bebieron vino, como se hacía en las grandes ocasiones; cenaron recostados para tener una sobremesa tranquila, no sentados, como lo hacían cada día.
Probablemente no es una cena de Pascua, pero en el ambiente se respira ya la excitación de las fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan ázimo y compran su cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en los patios y terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los relatos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en peregrinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compartir su mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una actitud tan selectiva y restringida.
¿Podemos saber qué se vivió realmente en esa cena?
Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre.
Es uno de sus rasgos característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de Dios, al que ha dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino de Dios». La muerte está próxima.
Responder a su llamada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inalterable su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino «nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del Padre. La cena de esta noche es un símbolo.
Movido por esta convicción, Jesús se dispone a animar la cena contagiando a sus discípulos su esperanza.
Comienza la comida siguiendo la costumbre judía: se pone en pie, toma en sus manos pan y pronuncia, en nombre de todos, una bendición a Dios, a la que todos responden diciendo «amén». Luego rompe el pan y va distribuyendo un trozo a cada uno. Todos conocen aquel gesto. Probablemente se lo han visto hacer a Jesús en más de una ocasión. Saben lo que significa aquel rito del que preside la mesa: al obsequiarles con este trozo de pan, Jesús les hace llegar la bendición de Dios. ¡Cómo les impresionaba cuando se lo daba a los pecadores, recaudadores y prostitutas! Al recibir aquel pan, todos se sentían unidos entre sí y con Dios. Pero aquella noche, Jesús añade unas palabras que le dan un contenido nuevo e insólito a su gesto. Mientras les distribuye el pan les va diciendo estas palabras: «Esto es mi cuerpo. Yo soy este pan. Vedme en estos trozos entregándome hasta el final, para haceros llegar la bendición del reino de Dios».
¿Qué sintieron aquellos hombres y mujeres cuando escucharon por vez primera estas palabras de Jesús?
Les sorprende mucho más lo que hace al acabar la cena. Todos conocen el rito que se acostumbra. Hacia el final de la comida, el que presidía la mesa, permaneciendo sentado, cogía en su mano derecha una copa de vino, la mantenía a un palmo de altura sobre la mesa y pronunciaba sobre ella una oración de acción de gracias por la comida, a la que todos respondían «amén». A continuación bebía de su copa, lo cual servía de señal a los demás para que cada uno bebiera de la suya. Sin embargo, aquella noche Jesús cambia el rito e invita a sus discípulos y discípulas a que todos beban de una única copa: ¡la suya! Todos comparten esa «copa de salvación» bendecida por Jesús. En esa copa que se va pasando y ofreciendo a todos, Jesús ve algo «nuevo» y peculiar que quiere explicar: «Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre. Mi muerte abrirá un futuro nuevo para vosotros y para todos». Jesús no piensa solo en sus discípulos más cercanos.
En este momento decisivo y crucial, el horizonte de su mirada se hace universal: la nueva Alianza, el reino definitivo de Dios será para muchos, «para todos»-
Con estos gestos proféticos de la entrega del pan y del vino, compartidos por todos, Jesús convierte aquella cena de despedida en una gran acción sacramental, la más importante de su vida, la que mejor resume su servicio al reino de Dios, la que quiere dejar grabada para siempre en sus seguidores.
Quiere que sigan vinculados a él y que alimenten en él su esperanza. Que lo recuerden siempre entregado a su servicio. Seguirá siendo «el que sirve», el que ha ofrecido su vida y su muerte por ellos, el servidor de todos. Así está ahora en medio de ellos en aquella cena y así quiere que lo recuerden siempre.
El pan y la copa de vino les evocará antes que nada la fiesta final del reino de Dios; la entrega de ese pan a cada uno y la participación en la misma copa les traerá a la memoria la entrega total de Jesús. «Por vosotros»: estas palabras resumen bien lo que ha sido su vida al servicio de los pobres, los enfermos, los pecadores, los despreciados, las oprimidas, todos los necesitados… Estas palabras expresan lo que va a ser ahora su muerte: se ha «desvivido» por ofrecer a todos, en nombre de Dios, acogida, curación, esperanza y perdón.
Ahora entrega su vida hasta la muerte ofreciendo a todos la salvación del Padre.
Así fue la despedida de Jesús, que quedó grabada para siempre en las comunidades cristianas. Sus seguidores no quedarán huérfanos; la comunión con él no quedará rota por su muerte; se mantendrá hasta que un día beban todos juntos la copa de «vino nuevo» en el reino de Dios. No sentirán el vacío de su ausencia: repitiendo aquella cena podrán alimentarse de su recuerdo y su presencia.
Él estará con los suyos sosteniendo su esperanza; ellos prolongarán y reproducirán su servicio al reino de Dios hasta el reencuentro final. De manera germinal, Jesús está diseñando en su despedida las líneas maestras de su movimiento de seguidores: una comunidad alimentada por él mismo y dedicada totalmente a abrir caminos al reino de Dios, en una actitud de servicio humilde y fraterno, con la esperanza puesta en el reencuentro de la fiesta final.
¿Hace además Jesús un nuevo signo invitando a sus discípulos al servicio fraterno? El evangelio de Juan dice que, en un momento determinado de la cena, se levantó de la mesa y «se puso a lavar los pies de los discípulos». Según el relato, lo hizo para dar ejemplo a todos y hacerles saber que sus seguidores deberían vivir en actitud de servicio mutuo: «Lavándoos los pies unos a otros». La escena es probablemente una creación del evangelista, pero recoge de manera admirable el pensamiento de Jesús. El gesto es insólito.
En una sociedad donde está tan perfectamente determinado el rol de las personas y los grupos, es impensable que el comensal de una comida festiva, y menos aún el que preside la mesa, se ponga a realizar esta tarea humilde reservada a siervos y esclavos. Según el relato, Jesús deja su puesto y, como un esclavo, comienza a lavar los pies a los discípulos. Difícilmente se puede trazar una imagen más expresiva de lo que ha sido su vida, y de lo que quiere dejar grabado para siempre en sus seguidores. Lo ha repetido muchas veces: «El que quiera ser grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos». Jesús lo expresa ahora plásticamente en esta escena: limpiando los pies a sus discípulos está actuando como siervo y esclavo de todos; dentro de unas horas morirá crucificado, un castigo reservado sobre todo a esclavos.
Basado en las Homilias de José A Pagola
¿QUÉ ES ORAR?
Y CREO EN LA VIDA DE UN MUNDO FUTURO
Y CREO EN LA VIDA DE UN MUNDO FUTURO
¡CUIDA TU CORAZÓN!
¡Cuida tu corazón! Quizá sea uno de los consejos que con mayor insistencia me han hecho mis formadores. Muchas veces lo he escuchado, algunas otras lo he entendido, pero pocas veces lo he comprendido. Quizá ha sido con el caminar andado en mi vida religiosa, que he ido comprendiendo poco a poco lo evidente: cuidar el corazón no se refiere solamente a ese órgano cardiovascular de vital importancia que está encargado de bombear sangre día y noche por todo mi cuerpo; sino que es algo mucho más profundo. La palabra corazón tiene una honda raíz bíblica, en hebreo se dice lev y hace referencia a ese órgano interno ubicado en nuestra más íntima intimidad. San Juan de la Cruz nos cuenta en su poema Llama de amor viva, que el corazón es el más profundo centro de cada uno, un centro herido por una llama de amor viva que, hiriendo, no mata, sino que da vida pues así es el amor.
El corazón es el lugar donde descansa la escucha de esa inefable voz de Jesús que constantemente nos llama como el Buen Pastor, con un silbo tan suave que, aunque no siempre le entendamos, hace que le conozcamos y reconozcamos su voz para que no andemos tan desperdigados y perdidos; sino que nos tornemos a la morada donde Él habita con nosotros. Esa morada es nuestro propio corazón, es ese lugar privilegiado donde tiene lugar la constante llamada: «Escucha, Israel: amarás a tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Deut 6, 3-4). Una llamada que cotidianamente nos crea, infatigablemente nos da vida y asiduamente nos llama a la belleza del verdadero amor para salvarnos del sinsentido. En el corazón se escucha esa voz que nos llama, pero esa llamada supone una inevitable respuesta. Llenarnos de ruidos, ignorar su llamada y acallar su voz es también un modo de respuesta que nos traerá, sí o sí, un oscuro vacío y una fría desolación.
Cuidar el corazón es cuidar nuestra atención para evitar la dispersión. Cuidarnos de no estar distraídos entre los miles de ruidos que trae consigo la propia vida, la banalidad del consumismo, la crueldad de la publicidad y la penosa inmediatez de las redes sociales. Cuidar el corazón es cuidar de nuestro cuerpo y nuestros sentidos: cómo miro, cómo toco, cómo escucho, cómo me acerca a los otros y qué palabras les dirijo. Cuidar el corazón es cuidar nuestras íntimas intenciones, acciones y operaciones pues, «de dentro del corazón de los hombres y las mujeres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al ser humano» (Mc 7, 21-23). Y lo que es peor, no siempre nos damos cuenta de la corrupción de nuestro corazón. Roguemos, como incesantemente lo pedía san Ignacio de Loyola «que todas nuestras intenciones, acciones y operaciones estén puramente ordenadas al servicio y alabanza del buen Jesús».
EL AMANECER DE LA PALABRA
La esperanza está inscrita más que ninguna otra tendencia en el corazón. Ella le da sentido a nuestras búsquedas y aventuras. Sin ella, por cierto, no podríamos vivir. Y para ello basta que pensemos en todo lo que guarda escondida la palabra desesperación frente al no poder, a la pérdida, al dolor o a la muerte, como tan duramente experimentamos en este tiempo. La esperanza se vincula a nuestro ser y junto con la fe garantizan el camino que añoramos, sostiene en alto nuestros brazos y fortalece las piernas débiles y vacilantes para no caer ante el intento.
¿Qué se nos permite esperar? ¿Qué posibilidad nos abre la esperanza como espacio que desafía la inmediatez para escribir una nueva historia de la vida religiosa? En la esperanza encontramos la amplitud necesaria para manifestar lo posible, pero precisamos quererlo y hacerlo amanecer. Así lo afirmó tan sentidamente una hermana indígena de la Amazonia, cuando en el Sínodo celebrado nos compartió la frase que su abuelo acostumbraba a repetir: “Hagamos amanecer la palabra en obras”.
Es hora de “dejar atrás los discursos abstractos sustentados en principios apriorísticos y desencarnados, necesitamos proponer respuestas vitales que testimonien un mensaje que tiene que ver con lo que nos pasa. Encontrar palabras que fundamentadas en el existir no queden encerradas en su propia parcialidad, sino que apunten más allá de sí mismas […] universalizando así caminos de lo posible”1. Por cierto, un párrafo que invita a desencadenar posibilidades y aterrizaje para evitar quedarnos arropadas o arropados por solos discursos. Palabras que nos empujan a ubicarnos desde el lugar de la oportunidad como umbral del acontecer.
Quizás como vida religiosa, nos falte aliar más la fe a la esperanza para levantarnos de nuestras postraciones y parálisis. ¿Creemos en lo que esperamos? ¿Deseamos lo que esperamos? ¿Amamos lo que soñamos para hacerlo acontecer? No sea que la comodidad del “más de lo mismo” siga encontrado fisuras para calarse y quedarse instalada. ¡Hagamos que suceda!
Carme Soto Varela