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DE BOTELLONES Y BOTELLAZOS

Lo vemos últimamente a diario. Violencia creciente. Agresiones que nacen de la intolerancia. Conflictos que se resuelven a bofetadas. Algaradas callejeras. Ahora es la respuesta violenta por parte de hordas de adolescentes contra la policía que intenta impedir los botellones. Sorprende y preocupa ese nivel de violencia. Las imágenes muestran un comportamiento tribal, agresivo, con un punto de jubiloso. Uno no puede dudar de que para esa chavalería hay algo de festivo en todo ese movimiento. En el botellón, y en el botellazo posterior. Y uno se pregunta: ¿cómo parar esto? Entonces se te ocurren solo dos caminos. Uno es bastante contundente. Esto se para a la fuerza, es decir, usando más fuerza que la de los agresores, reaccionando con contundencia, y castigando con severidad. ¿Quién no ha oído –o ha dicho– aquello de «esto se solucionaba con un par de bofetadas»? (con distintos niveles de virulencia en el castigo, pero al ver algunas escenas, es verdad que ganas no faltan).

El otro camino es el de la educación. Entendedme, no es pensar que con unas pocas palabras bonitas y unos murales sobre valores los energúmenos se vayan a convertir en cordiales sembradores de paz. La educación lleva tiempo. Y exigencia. Y límites. También incluye el castigo, y el premio –es decir, la asunción de responsabilidades–. La educación conjuga derechos, sí, pero en paralelo con deberes. Y no nace de decirle al niño primero y al joven después que es la medida de todas las cosas.

Personalmente, no me convence el camino de la violencia. Creo más en la educación como forma de socializar. Pero me temo que en nuestra sociedad la educación irá fallando cuanto más se ningunee a los docentes y se absolutice un individualismo que solo piensa en no disgustar en ningún momento a los alumnos. Lo que no es posible es pretender que en la sociedad no tengan cabida ni la represión ni la exigencia en la educación, y además pretender que haya orden. Porque entonces lo único que tendremos son hedonistas, convencidos de que sus derechos lo son todo, y caprichosos incapaces de aceptar un no.

 

LA CONVERSACIÓN QUE MUNCA TUVIMOS


Llamarlo debate es optimista. ¿Combate, tal vez? Algo de eso ha habido. Con vencedores y vencidos (aunque creo que quien sale derrotada –cada vez más– es la sociedad entera, y dentro de ella, esta vez, muchas personas muy vulnerables). Así que, pensar que, a estas alturas, algo así como un diálogo sereno hubiera sido posible en nuestra sociedad ya no sé si es esperanza o ingenuidad. Y, sin embargo, hubiera sido necesario –en este como en tantos otros temas–.

Quienes ponen el acento en la diferencia justifican desde esa diferencia que no cabe ningún diálogo. Es decir, si, por mis convicciones –religiosas o éticas (que desde ambos ámbitos cabe esta convicción)– yo defiendo que el valor de la vida es tal que no podemos quitarla (ni siquiera la propia). Y tú defiendes que el valor de la libertad es tal que nadie puede decirte qué hacer con tu vida, es posible que por ese camino lleguemos, desde el punto de partida, a un callejón sin salida.

¿De qué podríamos haber hablado entonces, en esta conversación que no ha habido sobre la eutanasia? De la sociedad que surge de esta ley. Tendríamos que haber sido capaces de escucharnos, al menos, para tratar de entender lo que está en juego. Y quizás, tan solo quizás, habríamos podido avanzar algo, en lugar de llegar a la formulación tramitada ayer –que unos aplauden enfervorizados como la más liberadora y otros vemos, desolados, como una carga de profundidad contra los más débiles–. Matizar, enmendar, pulir, puntualizar, corregir, limitar… ¿Algo de esto hubiera sido posible?

Y es que, aunque no podamos ponernos de acuerdo en los valores o principios que justifican unas medidas, quizás sí podríamos haber intentado hablar (no vociferarnos) sobre las consecuencias, sobre a dónde puede conducir esta ley de eutanasia tal y como está formulada. Qué sociedad surge de ella, y qué escenarios futuros podemos imaginar (y cuáles de esos hay que evitar). Tendríamos que haber hablado sobre el estado de los paliativos en nuestra sanidad, y sobre si, antes de dar a escoger entre sufrimiento o muerte no habría que trabajar mucho más para que la alternativa de mitigar el sufrimiento contase con muchos más medios de los que hay en la actualidad. Tendríamos que haber hablado sobre el peligro de incluir una categoría (sufrimiento psíquico intolerable) que es tan subjetiva que ¿quién podrá juzgar a partir de ahora hasta dónde llega el sufrimiento interior de los otros o cuál es su umbral de tolerancia? ¿Y si la soledad total –que desgraciadamente tantos padecen– es para alguien motivo para pedir morir? Tendríamos que haber hablado sobre el problema que supone la sensación subjetiva de «ser una carga» –y tener la posibilidad de elegir dejar de serlo–. ¿No va a dejar esto infinitamente más expuestos, precisamente, a las personas más débiles, más vulnerables, a quienes viven con menos recursos? ¿Caben escenarios en los que alguien –por enfermedad o precariedad– sienta que «debe» morir para no ser una carga para los suyos? (Caben). De todo eso, y mucho más, tendríamos que haber hablado. No solo de casos extremos, que siempre se encuentran para dinamitar conversaciones. Tendríamos que haber hablado más de lo que está ocurriendo en los pocos países en que leyes semejantes (o más limitadas) se llevan aplicando años. De cómo lentamente el umbral que se entreabre comienza a ensancharse.

Y, después de haber hablado largo y tendido de todo eso, de habernos escuchado y haber escuchado a expertos. Después de haber podido reflexionar, y si entonces hubiera de verdad esa citada demanda social, tal vez una ley habría seguido saliendo adelante (aunque muchos hubiéramos deseado que no). Es posible que al menos hubiera salido con más matices.

Pero nunca llegamos a hablar.

EUTANASIA: LA DIGNIDAD EN EL FELPUDO

Estos días se vuelve a hablar mucho de la nueva ley de eutanasia en España, entre su entrada en vigor -este 25 de junio– y los recursos por considerarla inconstitucional. Evidentemente es una cuestión lo suficientemente complicada para necesitar diferentes matices y perspectivas. Esconde temas complejos de fondo y da pie a situaciones concretas muy discutibles. Toda situación de claro conflicto moral necesita de diálogos que ayuden a afinar y a discernir.

Algunos de los elementos discutibles son evidentes, grotescos y –me atrevería a decir– un poco obscenos. Me refiero al hecho de colocarlo en la agenda como un tema de demanda social cuando no lo era, al hecho de convertirse en la élite europea de la eutanasia siendo de los últimos en cuidados paliativos, y al hecho de dejar que entre e impere lo ideológico en el debate científico y moral…

Sin embargo, querría destacar una dimensión que se esconde y no se deja ver, pero que, creo, también ha empujado hacia esta nueva ley. Estoy seguro de que todo el mundo puede entender que quien pide la eutanasia no pide dejar de vivir, sino dejar de sufrir. Sufrimiento que aparece en forma de dolor físico, de soledad, de sentirse carga para otros, etc. Lo cierto es que hay otros caminos mucho más dignos para el enfermo, para sus seres queridos y para la sociedad en que viven, para atender y atajar esos sufrimientos. Pero ¿qué pasa? Que son más caros o suponen más esfuerzo y sacrificio de parte del resto. Y claro ¿acaso merece la pena un esfuerzo económico o personal por alguien que quizás ya no sea productivo?

En la base de todo esto, no deja de haber una ideología disfrazada de 'libertad', cuando en el fondo no es más que una opción meramente egoísta y caprichosa. La motivación última no es un «cada uno es libre para elegir si quiere morir» sino un «yo quiero vivir mejor», inhibiéndome –a base de leyes– ante el conflicto moral entre quitar la vida a alguien y la necesidad de hacer alguna renuncia de mi tiempo o mis dineros por cuidar a otros. Y esta primera persona alude, no tanto a familiares y seres queridos de la gente que sufre –que bastante tienen con lidiar con la enfermedad–, sino a una sociedad que, como colectivo, opta por no afrontar los dramas que se esconden detrás de cada caso a base de quitarlos de en medio.

Imagina que es la propia sociedad la que plantea: ¿Por qué voy a tener que renunciar yo a mis planes, a mi tiempo, a mis 'disfrutes' por tener que cuidar o acompañar a alguien que lo está pasando mal? Ante esta convicción egoísta, si para ganar en comodidad he de apagar el grito de mi conciencia que me llama a responsabilizarme y cuidar de mi prójimo ¿qué mejor manera que convertirlo en una ley que me deje tranquilo? Muy cómodo, muy egoísta y muy indigno del ser humano.

Mirando así la situación, la verdad es que horripila. Insisto en que cada caso, historia y situación es diferente y necesitaría de matiz. Pero a nivel general y como sociedad, creo que no añado ni un solo gramo de crueldad a la cuestión. Lo cierto es que vamos hacia un mundo en el que, por capricho, somos capaces de usar como felpudo la dignidad humana. Una evolución de otras formas de aprovecharse de los seres humanos que hubo en la historia, ahora convirtiéndolos en prescindibles.

Hay otros caminos para afrontar el sufrimiento que no sean el convertir en legítimo lo que es inmoral, pero exigen más de nosotros mismos y de la sociedad. Seguramente como país ahorraremos millones de euros a base de promocionar la eutanasia y no invertir más en cuidados paliativos. Quizás cuando usemos ese dinero, en lo que sea, estaremos tan contentos y divertidos que ni nos preguntemos de dónde ha venido. Y es que uno nunca se pregunta por el precio de su comodidad ni a costa de quiénes se consigue. Por eso, mejor anestesiar la conciencia y olvidar esos discursos aguafiestas que hablan de dignidad.

 

PERMANECER EN CRISTO EXIGE LA COMUNIÓN CON LOS DEMÁS


  “Permaneced en mi amor y daréis fruto en abundancia” (cf. Jn 15, 5-9), son las palabras de Jesús a sus discípulos elegidas como el lema de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. 

Permanecer en Cristo es una actitud interna. Necesita espacio para crecer. A veces las necesidades inmediatas, las distracciones, el ruido, la actividad y los desafíos de la vida obstruyen su desarrollo.

Permanecer en el amor es reconciliarse con uno mismo. Volver al corazón, a escuchar al que me dice “Tú eres mi hijo amado”. Y a partir de allí, dejar que Él sane mi vida, ponga bálsamo en las heridas, devuelva unidad a mi corazón dividido, a mis vínculos con otras personas y con toda la creación.

A partir de allí, crear comunión. En mi entorno, en mi familia, en la comunidad, en los ámbitos donde se desenvuelve mi vida… Ser puente para el encuentro con Cristo, y también para encuentros entre hermanos. Porque permanecer en Cristo, estar en comunión con Él, exige la comunión con los demás.

¿Cuál es el camino para sanar la herida de división? El amor. Solo el amor. La verdad es una: Cristo. Origen y meta.

Es el camino del corazón: de asumir lo diferente, de apreciar la riqueza de lo diverso, la real posibilidad de convivir, de alabar a Dios desde la complementariedad de expresiones, de formas, ritos, intentos de poner en palabra humana y acercarnos al misterio.

En la experiencia de Palau, la Iglesia se define a sí misma: “Yo soy los prójimos unidos entre sí por amor bajo Cristo, mi Cabeza; y cuando estás con ellos estás conmigo y yo en ti.” (MR 7,1) Resalta el amor como vínculo de la unidad y, cuando este amor se encarna en gestos concretos, la íntima unidad de la Iglesia con el sujeto y con todos los prójimos. La entrega al otro que tengo a mi lado es el modo de unirme a Cristo. Es como crece la comunión. Es estar enraizado en Cristo como puedo dar frutos de amor: solidaridad con el último, ternura, gestos pequeños, acercamiento…

El octavario no deja de ser recordatorio e invitación a que, con nuestra plegaria y nuestros gestos, vayamos haciendo visible y palpable este misterio de comunión. Sanando las rupturas debidas a las limitaciones humanas. Que el deseo del Corazón de Jesús se haga realidad. Daréis fruto: amor son obras.

h. Elzbieta Strach, cmt

ABRAN JUEGO, Y REPARTAN CULPAS


Repartir culpas es ya deporte nacional y se ha convertido en el arma defensiva de los irresponsables. Nunca mejor utilizado el concepto. Irresponsables son los que no se consideran responsables de lo que ocurra, incluyendo sus propios actos. Ni de su salud, ni de la del prójimo. En esto del virus podemos elegir cómodamente a quién cargar con el peso del contagio, en función de convicciones e ideologías. Abran juego: Wuhan, los chinos por un laboratorio descontrolado –para fans de teorías conspiranoicas–, el gobierno, porque no gestiona, Simón y su moto, la oposición porque no deja gestionar, los vecinos que no usan mascarilla (pero nunca uno mismo cuando no la usa, que siempre hay excusa); Trump, Putin, los turistas extranjeros que traen el virus sin hacerse PCR; los de Madrid; los catalanes; los aragoneses; los navarros (siempre se elegirá la comunidad a la que uno no pertenezca). Los jóvenes. Los viejos... Los del botellón, los de las celebraciones deportivas, los de... Siempre hay alguien a quien culpar. Y a veces las culpas son más que reales.

Salvo que pudiéramos ser honestos, por una vez, y dejarnos de discursos auto-exculpatorios para reformular la pregunta. Abandonar el: «¿de quién es culpa?» y mirar a la cara al: «¿qué puedo hacer yo?». Y sí, cada uno podemos hacer algo muy básico. Respetar y cuidar al máximo las medidas que se nos están pidiendo. Distancia social, mascarillas, higiene abundante, evitar el roce... También podemos exigir a quienes nos rodean que se comporten con la misma responsabilidad. Hay que seguir la información y aprender del presente. Si la mayoría de contagios se están produciendo vinculados a una forma de ocio despreocupado y veraniego, habrá que renunciar a lo que haya que renunciar, o adaptar nuestro ocio para poder vivirlo con cuidado y protección. Nunca el bien común estuvo en tantas manos. Y sí, evidentemente, esto no está reñido con exigir responsabilidades a otros, por la gestión y sus posibles deficiencias, o por comportarse como idiotas en algunas situaciones. Pero  ahora mismo lo urgente, lo imprescindible, lo esencial, es que cada uno demos de sí lo que podamos. O si no, las víctimas –sanitarias, laborales, económicas– seguirán creciendo.