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ALEGRÍA!!!
« Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca. » ( Flp 4, 4.5)
QUE DICE LA BIBLIA SOBRE
LA INDIFERENCIA
La indiferencia ante las necesidades, la marginación o la pobreza del prójimo es una actitud inhumana. En ella se revela el egoísmo de quien pretende vivir atendiendo solamente a sus necesidades o sus caprichos.
Cuando estamos bien, nos olvidamos de los demás, de sus problemas y sufrimientos y también de las injusticias que padecen los que no están bien.
Es muy frecuente que la persona que se siente protejida por sus bienes o por su condición social, pretenda ignorar la situación de los más pobres y necesitados.
Ser indiferente ante los dolores o las penurias ajenas indica que hemos perdido el sentido de la convivencia, de la solidaridad y de la fraternidad.
1. ABRIR LA MANO AL POBRE
La indiferencia es criticada con frecuencia en las página de la Biblia hebrea. Entre los preceptos de la Ley encuentra un lugar importante el de prestar atencion a a los indigentes: “Si hay junto a ti algún pobre de entre tus hermanos… no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás lo que necesite para remediar su indigencia” (Dt 15, 7-8). En el mismo contexto se dice: “Nunca faltarán pobres en este país; por eso te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra” (Dt 15,11). Palabras que, evocadas por Jesús, no tratan de sugerir la fatalidad de la pobreza, sino, por el contrario de urgencia moral de prestar atención a los necesitados, sin apelar a fáciles excusas (Mt 26,11).
Entre los consejos que Tobit da a su hijo se encuentra una adevertencia precisa contra la indiferencia respecto a los necesitados: “No vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara” (Tob 4,7). En las tradiciones sapienaciales de Israel, aquel consejo paterno adquiere una dimensión universal: “Hijo, no dejes al pobre sin sustento ni dejes en suspenso los ojos suplicantes…No apartes del mendigo tus ojos, ni des a nadie ocasión de maldecirte” (Sir 4, 1.5).
No es difícil encontrar una doble motivación para superar la indiferencia. La primera es más bien horizontal y recoge la enseñanza universal de la llamada regla de otro que repiten todos los sistemas morales: “No hagas a nadie lo que no quieras que te hagan” (Tob 4,15). Junto a ella se menciona una notivacion vertical y religiosa, que apela a la bondad y la justicia de Dios: “Quien se apiada del débil, presta al Señor, el cual le dará su recompensa (Pr 19,17).
Según un conocido texto que se encuentra en la tercera parte del libro de Isaías, el ayuno que agrada a Dios consiste precisamente en prestar atención a las necesidades ajenas. El ayuno verdadero consiste en dar la libertad a los quebrantados y arrancar todo yugo, compartir el pan con el hambriento, recibir en casa a los pobres sin hogar, cubrir al desnudo y no apartarse del prójimo (Is 58, 6-7). A estas obras de compasión y mesericordia corresponde tanto la respuesta de Dios (Is 58,9) cuanto la realización de la propia existencia: “Si repartes al hambriento tu pan, y al alma afligida dejas saciada, resplandecerá en las tinieblas tu luz y lo oscuro de ti será como mediodía” (Is 58,10)
2. ATENCIÓN A TODA DOLENCIA
También en el Nuevo Testamento se insite una y otra vez en subrayar la dignidad del pobre y en la necesidad de superar la tentación de la indiferencia.
Jesús de Nazaret recorre los caminos prestando atención a toda dolencia (Mt 4,23). Ya en los inicios mismos de su ministerio profético aparecen un hombre poseído por un espíritu inmundo (Mc 1, 23-16), la suegra de Pedro postrada por causa de la fiebre (Mc 1, 29-31), un leproso (Mc 1, 40-45), un paralitico que es descolgado ante él desde la terraza de la casa (Mc 2, 1-12) y un hombre que tenía la mano paralizada (Mc 3,1-5), el endemoniado de Gerasa (Mc 5, 1-20) y una mujer que padecía flujos de sangre (Mc 5, 25-34). El texto evangélico recuerda, además, a otros muchos que adolecían de diversas enfermedades y encontraban en él compasión y curación (Mc 1, 34; 6, 53-56).
Además de la curación de la hija de una mujer sirofenicia (Mc 7, 24-30), la de un tartamudo sordo (Mc 7, 31-37), la del ciego de Betsaida (Mc 8, 22-26) y la del muchacho epiléptico que le presentan a la bajada del monte de la transfiguración (Mc 8,14-29), llama especialmente la atenciñon la curación de Bartimeo, el mendigo ciego que, sentado a la vera del camino de Jericó imploraba la misericordia del Hijo de David (Mc 10, 46-52). En este relato, que parece resumir el itinerario del seguimiento del Maestro, es significativo el contraste entre la indiferencia de los discípulos y el interés de Jesús por escuchar aquella súplica.
A estos gestos, se une la atención que Jesús presta a una pobre viuda que entrega en el templo todo lo que tiene (Mc 12, 41-44). Finalmente, el evangelio de Lucas deja constancia de la respuesta que Jesús ofrece a la súplica de uno de los malhechores crucificados a su lado (Lc 23,39-43).
El mismo evangelio de Lucas recoge una parábola de Jesús en la que, ante la indiferencia de los hombres del templo, sólo un extranjero presta atención y ayuda a un hombre maltratado por los bandidos y abandonado medio muerto a la orilla de un camino. Jesús concluye el relato invitando a imitar la actitud de quien tuvo misericordia con el necesitado (Lc 10,29-37). Al contrario ocurre en la parábola de un rico que no es capaz de reaccionar ante la presencia muda de un indigente y merece por ello un tormento abrasador (Lc 16,19-31).
3. AMOR Y HOSPITALIDAD
Las primeras tradiciones cristinas constituyen un espléndido cántico a la compasión y la misericordia. En los Hechos de los Apóstoles llama la atención el juego de las miradas que se menciona a propósito del encuentro de Pedro y Juan con el hombre tullido al que colocaban a la puerta del templo para que pidiera limosna (Hech 3, 4-5). Evidentemente, los apóstoles no pasan indiferentes junto al hombre pobre y enfermo.
Pablo, por su parte, denuncia el egoísmo y la falta de delicadeza de los que, a la hora de celebrar las asambleas cristianas, se adelantan a comer mientras otros pasan hambre (1 Cor 11,21). Tras denunciar las obras de la carne y anunciar la buena cosecha del fruto del espíritu, el mismo Pablo exhorta a los gálatas a ayudarse mutuamente (Gál 6,2).
La comunidad cristiana ha de recordar que si alguno que posee bienes de la tierra ve a su hermano padecer necesidad y le cierra sus entrañas, no permanecerá en él el amor de Dis (1 Jn 3,17).
Son impresionantes las advertencias que se encuentran en la carta de Santiago a los que practican la acepción de personas, atendiendo a los ricos e ignorando a los pobres, a los que Dios ha elegido para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino (Sant 2,5).
Finalmente, la carta a los Hebreos resume el espíritu cristiano en una exhortación al amor y a la hospitalidad: “Permaneced en el amor fraterno. No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella algunos hospedaron a ángeles sin saberlo. Acordaos de los presos, como si estuviérais con ellos encarcelados, y de los maltratados, pensando que también vosotros teneís un cuerpo” (Heb 13, 1-3).
Así pues, la comunidad cristiana está llamada a dar testimonio del amor de Dios, que rompe la cerrazón mortal de la indiferencia. Ninguna comunidad puede ignorar a sus miembros más débiles y pobres. Es preciso hacerse cargo de ellos. Es falso decir que se ama a los que están lejos en el mundo, mientras se olvida al pobre Lázaro, que está sentado ante nuestra puerta cerrada.
La necesidad del hermano recuerda a cada cristiano la fragilidad de su propia vida. El sufrimiento de los demás es siempre una llamada a la conversión de todos. Superar la trampa de la indiferencia requiere esfuerzo. Pero, como ha dicho el Papa Francisco, la oración ayuda a los creyentes a tener “un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia”.
José-Román Flecha Andrés
QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE …

LOS FRUTOS EN ISRAEL
Los frutos son conocidos por todos y en todo el mundo. Una palabra como ésta, tan cercana a la experiencia diaria y tan capaz de asumir un significado moral, tampoco podía faltar en la literatura bíblica.
1. Los frutos de la tierra
En el Antiguo Testamento la referencia a los “frutos” tiene sobre todo un sentido material y referido a los productos de la tierra. El libro de los Números atribuye al mismo Dios la iniciativa de enviar algunos hombres a explorar la tierra prometida. Los exploradores enviados por Moisés a reconocerla de norte a sur regresan al campamento y dan cuenta de la abundancia de frutos que la enriquecen. Traen como muestra y anticipo de esos frutos un enorme racimo de uvas y también granadas e higos. Su presentación es suficientemente expresiva: “Hemos llegado hasta el país donde nos enviaste, y realmente es un país que mana leche y miel. ¡Ved aquí sus frutos!” (Num 13,23-27).
A pesar de las palabras y de los frutos, el pueblo se amedrenta por la información sobre las ciudades amuralladas de Canaán y desea regresar a Egipto. Solamente Josué y Caleb tratan de suscitar la esperanza, de su pueblo (Num 14,8-9). Pero tampoco ellos son escuchados. Su gente se lamenta, añorando el pasado vivido en Egipto.
El Deuteronomio pone en boca de Moisés un recuerdo de aquella expedición de los exploradores: “Tomaron en su mano frutos del país y bajaron a nosotros” (Dt 1,25). Los frutos de la tierra significan y hacen evidente la presencia de Dios entre su pueblo. Si el pueblo no ama a su Dios, él cerrará los cielos, no habrá más lluvia y el suelo dejará de dar su fruto (Dt 11,17).
En el mismo libro del Deuteronomio se ofrece una normativa por la que se establece la oferta de las primicias: “Tomarás de las primicias de todos los frutos del suelo que coseches en el país que Yahveh, tu Dios, te da, lo colocarás en una cesta y lo llevarás al lugar que Yahveh, tu Dios, haya elegido para hacer allí habitar su nombre” (Dt 26,2).
También las leyes que regulan el año sabático y jubilar determinan algunas prescripciones muy concretas sobre la recolección de los frutos del campo: “sembrarás tu campo durante seis años, y seis años podarás tu viña y cosecharás sus frutos” (Lev 25,3).
Por otra parte, el creyente sabe que los frutos de la tierra son siempre un don gratuito de Dios. En un salmo realmente “ecológico”, que contempla las maravillas de la creación, se atribuye a Dios el don de la lluvia y de las cosechas. Todo se debe a su acción providente. Desde su morada Dios riega los montes, hace brotar hierba para los ganados, saca pan de los campos, el vino que alegra el corazón del hombre, el aceite que da brillo a su rostro, y el alimento que sostiene sus fuerzas (Sal 104, 13. 27-28).
En los textos proféticos los frutos del campo son a veces una metáfora para indicar la suerte de Israel. Amós ve un canastillo lleno de fruta madura. La semejanza de las palabras es empleada por el profeta para indicar por medio de la fruta madura (qáyis) que a Israel le ha llegado la hora del fin (qes) (Am 8,1).
Ezequiel transmite un oráculo en el que el mismo Dios ordena a la tierra que produzca sus frutos para preparar el retorno del pueblo que ha de regresar del exilio: “Vosotras, montañas de Israel, producid vuestras ramas, dad vuestros frutos para mi pueblo Israel, porque están próximos a venir” (Ez 36,8). Ageo, por su parte, interpreta la sequía de los campos y la ausencia de frutos y cosechas como un castigo por los pecados de su pueblo (cf. Ag 1,10-11).
2. Los frutos humanos
De todas formas, las expresiones sobre los “frutos” no se refieren solo a los productos de la tierra, por muy cargados de significado que puedan aparecer. En un sentido más amplio se habla de los hijos como herencia del Señor y frutos del vientre (Sal 127,3).
Se sabe que este fruto de las entrañas es un don de Dios como atestiguan las sagas de los patriarcas, en las que es tan frecuente el recuerdo de la maternidad de mujeres estériles (cf. Gen 18, 11-12; 25, 21; 30, 1-2). En especial, se menciona un fruto del seno de David, que un día heredará su trono real y asegurará su dinastía (Sal 132,11).
En un lenguaje poético, la metáfora de los frutos sirve, además, para reflejar las cualidades de la persona amada, especialmente la dulzura de su trato. Así se expresa la esposa en el Cantar de los Cantares: “Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar” (Cant 2,3).
En un sentido moral, los frutos se refieren al comportamiento responsable en cuanto se ajusta o se aparta de la Ley de Dios. Amós habla de los frutos de la justicia, que la maldad de las gentes de Israel ha llegado a convertir en veneno y amargura (Am 6,12). Como haciéndose eco de la tesis tradicional sobre la retribución intrahistórica del comportamiento humano, Isaías proclama la correspondencia de las acciones de su pueblo con el futuro que le aguarda: “Decid al justo que bien, que el fruto de sus acciones comerá” (Is 3,10).
Esta relación entre las obras humanas y el resultado histórico de las mismas se encuentra también en Jeremías: “Yo, Yahvéh, exploro el corazón, pruebo los riñones, para dar a cada cual según su camino, según el fruto de sus obras” (Jer 17,10). El mismo Jeremías anuncia que Dios pagará a la casa real de Judá de acuerdo con el fruto de sus acciones (cf. Jer 21,14).
Los frutos del campo se convierten en metáfora de las obras de la persona o de las decisiones morales de todo un pueblo. Se dice que el labrador espera el fruto de su trabajo, como Yahveh lo espera de la viña de Israel que con tanto esmero ha plantado y cuidado (Is 5, 1-7). Los frutos equivalen, por tanto, a las consecuencias de una acción concreta, como sugiere el profeta Oseas: “¿Por qué habéis arado impiedad, habéis segado injusticia, y habéis comido fruto de mentira?” (Os 10,13).
Si el árbol se conoce por sus frutos, también la persona se conoce por sus obras. Explícitamente se canta en los salmos que el hombre justo, el que pone su gozo en la ley del Señor, “será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas y cuanto emprende tiene buen fin” (Sal 1,3; cf. Sal 92,14). La misma promesa se dirige en la profecía de Jeremías al que deposita en Dios su confianza y busca en él su apoyo: “En año de sequía no se inquieta y no deja de dar fruto” (cf. Jer 17,7-8).
Testigos y beneficiarios de la transformación de la naturaleza obrada por Dios, los redimidos por el Señor “siembran campos, plantan huertos y recogen cosechas” (Sal 106,37).
En la literatura sapiencial la terminología de los frutos reviste connotaciones morales. Los que desprecian los consejos de la sabiduría “comerán del fruto de su conducta, de sus propios consejos se hartarán, porque ese desvío llevará a los simples a la muerte y la despreocupación de los necios los perderá” (Pro 1,31-32). Elogiando su propio fruto, la sabiduría se valora a sí misma: “Conmigo están la riqueza y la gloria, sólida fortuna y justicia. Mejor es mi fruto que el oro, que el oro puro” (Pro 8,18-19).
Con razón se recuerda que “el fruto del justo es árbol de vida, y el sabio conquista las personas” (Pro 11,30). Hay una relación entre la calidad moral de la persona y la suerte que le espera: “Por el fruto de su boca se harta de bien el hombre, cada cual recibe el salario de sus obras” (Pro 12,14). Esta conclusión se concreta en otro proverbio que podría traducirse de esta forma: “Todo esfuerzo reporta fruto, mas la charlatanería sólo conduce a la penuria” (Pro 14,23).
Afirmar que las acciones mismas de los hombres pueden considerarse sus frutos (Pro 19,22) es como decir que cualquier satisfacción añadida a la acción misma significa poco en comparación de la satisfacción que se experimenta al contemplar la obra realizada. Algo parecido sugiere el elogio de la mujer perfecta, que es alabada porque puede encontrar el premio a su laboriosidad en el fruto mismo de sus manos: “Agradecedle el fruto de su trabajo y que sus obras la alaben en la plaza” (Pro 31,31).
Así pues, no se puede perder la memoria del enorme racimo cortado por los exploradores que se adentraron en las tierras de Canaán y regresaron a informar de su hallazgo a su propio pueblo. El lenguaje sobre los frutos parte de una experiencia humana enraizada en el mundo agrícola para llegar a transferir su significado inmediato a un ámbito relacional. Dando un paso más, estas referencias van más allá de sí mismas hasta llegar a presentar unas connotaciones claramente religiosas y morales.
José-Román Flecha Andrés
LA PROMESA DE DIOS
Muchas de las tribulaciones que afectan
la vida del hombre de hoy las podemos encontrar reflejadas también en la Biblia, tanto en el Antiguo
como en el Nuevo Testamento. Pero especialmente en libro del Éxodo se recogen
las quejas del pueblo de Israel tras abandonar el país de Egipto y peregrino
por el desierto.
Cada vez que el pueblo se queja, Moisés se
presenta ante Dios para elevar su súplica en nombre del pueblo,
y Dios siempre escucha la oración y obra en su favor
para ir conduciendo a los israelitas hacia la tierra prometida.
El capítulo 16 del libro del Éxodo recoge las quejas del pueblo hambriento,
en el desierto no se encuentra comida y el recuerdo de cuanto podían tener en
Egipto les hace soñar. También cada uno tenemos
nuestro buen recuerdo de un tiempo pasado o de un lugar ya superado, y
recordamos lo bueno, no las dificultades ni las angustias que
aquellos momentos también llevaban consigo, y nos quejamos del hoy que nos hace
sufrir por la incertidumbre que cada momento presente lleva consigo.
EL AMOR ES DE DIOS
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino
en que él nos amó y nos envió a su hijo para que tengamos vida, y vida
en abundancia
EL SEÑOR ES MI PASTOR
El Buen Pastor
El Señor es mi Pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por [...]
Salmo 22
El Señor es mi Pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por [...]
Salmo 22
Una voz grita: Isaías 40, 3-4
En el desierto preparad un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios; que los valles se levanten, que montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece y lo escabroso se nivele.
El canon de las Escrituras

Todos sabemos que el canon de la Escritura es la norma que establece qué libros son inspirados como Palabra de Dios, recogidos por tanto y tratados como tales, en la Biblia. Se estipuló así en el Concilio de Roma, del año 382, bajo la autoridad de San Dámaso I. Hay otros libros que pueden estar inspirados, de muchas formas, y con muchos propósitos. Pero no son Palabra de Dios, y aquí está la diferencia que se señala entre canónicos y apócrifos. A todas luces, por lo tanto, se nos muestra que para ser tema conciliar, existía otra literatura paralela a la dictaminada, cuyos efectos en la vida de fe y de la iglesia eran distintos a los frutos del Espíritu, y cometían errores sobre la vida de Jesús. La Iglesia sólo puede determinar esto, como también se puede observar, en comunión de verdad con el Señor Resucitado y bajo la acción del Espíritu. El canon no sólo es una palabra dada en la historia de negación, que hubiera sido más fácil quizá, sino una afirmación recogida para siempre sobre la Palabra de Dios y la vida cristiana.
En total 73 libros, de muy diversas épocas, agurados en el Antiguo Testamento (46 escritos proféticos, sapienciales, incluso novelescos) y el Nuevo Testamento (27 textos, siendo centrales los cuatro evangelios). Tanta exahustividad y finura sólo puede venir del Espíritu. Siendo tantos libros debemos establecer un orden. Pero el orden, no está dentro del canon. Ni siquiera en las Biblias que se editan. Lo fundamental es el contenido.
Me sorprende que a ninguno se le haya ocurrido tirar abajo el Antiguo Testamento, dejarlo meramente como reliquia histórica, como leve intento, como aproximación de segunda categoría. Bueno, se le ocurrió a más de uno. Pero la Iglesia, en su sabiduría, se dio cuenta de que esto no podía ser así. Porque divinamente inspirados, significa que son Palabra de Dios dentro de la pedagogía de preparación del Hijo. Un camino recorrido, acompañados y en diálogo, en el que se significa tanto la cercanía de Dios con el pueblo de múltiples marenas, como también el deseo de los hombres, en ocasiones frágil y envuelto en pecado y maldad, por buscar a Dios hasta encontrarlo. Y, por tanto, son un gran tesoro. Que no ha perdido actualidad, aunque ha encontrado el prisma definitivo desde el que ser leído auténticamente.
El Nuevo Testamento tiene por objetivo central a Jesucristo, y todo lo que de él se deriva, como origen e inicio de la Iglesia bajo la acción del Espíritu. Aunque es así realmente para toda la Escritura, en el NT queda patente y claro. De ahí la necesidad del canon, porque no se trata sin más de hablar de Jesucristo o de contar cosas sobre él, sino de hablar con verdad y como Palabra de Dios permanente y perenne para la humanidad. Dios encarnado, Palabra hecha hombre que en sus actos y palabras, especialmente en su pasión y glorificación, da a conocer quién es Dios y revela al mismo tiempo la plenitud del hombre nuevo.
Junto a los Evangelios, como núcleo esencial de la fe, en tanto que la fe es relación con mismo Jesucristo y él es la Palabra, dimanan otros textos de la Iglesia naciente, como las cartas de Pablo o las apostólicas, los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis. Interesante colección, diversa y variada, que surge de la misma fuente, del mismo Espíritu, con la necesidad de velar y proteger no sólo a las primeras comunidades sino a toda la Iglesia en su historia de peregrina. Interesante colección también de autores, diversos y tocados por el mismo Espíritu.
- Personalmente, el canon me devuelve muchas preguntas y me hace reconocer que la fe sigue siendo la puerta de acceso a las grandes verdades de la Iglesia. En relación con Dios, con el Dios vivo y verdadero, y en comunión con la Iglesia, cuando me planteo la necesidad del canon percibo un cuidado exquisito de parte del Señor para los hombres, para que no busquen donde no hay vida, para que sea señalada la fuente de la Vida verdadera.
- Supone un signo más de la presencia del Espíritu en la vida de la Iglesia, dispuesto a mantener la verdad y a llevarnos y unirnos con Jesucristo. Muchos fueron los que escribieron, sobre Dios o sobre la vida de Jesús, incluso cartas con el hombre de algún apóstol. Y obligaron al discernimiento sereno. Lo cual lleva, en primer lugar, a reconocer que es el mismo Espíritu el que custodia la integridad de la fe, y no da igual, ni siquiera con buena intención o deseo de acomodar a los tiempos, qué se diga del Señor. Existe un orden, dentro de la revelación, que ha llegado a su plenitud. El ejercicio posterior supone adentrarse, guiado por el Espíritu, en este inmenso tesoro, sin añadir en él.
- La unidad del canon implica una unidad de lectura. El Evangelio queda incomprensible en su verdad última sin el Antiguo Testamento, sin la preparación y pedagogía de Dios, y a su vez el AT se reconoce en camino y atento, siendo Palabra de Dios, hacia la encarnación y salvación del Verbo. La unidad implica también coherencia, sin contradicción, y perfección.
- Dicho lo cual, y sabiendo cómo se trata a la Palabra de Dios en la Iglesia con esmero, veneración y cariño, me alegro de haber sido conducido de este modo y de no tener por igual, ni de lejos, el Evangelio a otros libros sobre Jesús, o la Biblia a otros libros de espiritualidad. Gracias a Dios es central y constituyente en la vida de fe, y en la expresión de la misma. Por mucho que otros libros me hagan bien, o me propongan una lectura más fácil y sencilla, más asequible y acomodada de la vida de Jesús. El Evangelio como la Biblia no reciben valor por su lenguaje, sin más, sino por la autoría de los mismos.
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