Buenas
tardes.
Habitualmente
en este tipo de acontecimientos, yo tendría que empezar dando las gracias por
haber sido invitada a tener una palabra en este momento tan significativo. Sin
embargo, no tengo muy claro de si dar las gracias o más bien pedir perdón a la
vista de los presentes, muchos de los cuales podrían hacer esto que se me ha
confiado mucho mejor que yo.Pero, como no es momento para hacer cambio de
asientos y pillar a nadie desprevenido, prosigamos.
Pues
bien, estamos de fiesta. Hemos recibido una invitación y hemos aceptado. Nos
han llamado y hemos venido. Nos hemos reunido para celebrar algo que nos
concierne a todos, porque en esta fiesta todos tenemos parte.
Decía
Javier Zubiri que “al hombre se le conoce por lo que hace en los días de fiesta”,
esto es, que las fiestas te revelan, que “dime cómo celebras y te diré cómo
eres”. Pues bien, iremos viendo en este rato qué y cómo celebramos, y así nos
iremos diciendo quiénes somos.
Acabamos
de escuchar algunas de las complejas vicisitudes históricas que se confabularon
misteriosa y providencialmente hasta concretarse en aquella realidad germinal
que fue la fundación en 1915.
La
aparente maraña de acontecimientos vienen a nosotros como preguntas ofrecidas,
pendientes de encontrar “nombre”, respuesta y sentido. Los hechos no son nada
de por sí sin personas que los desentrañan, descubren, enjaretan. Sólo con el
tiempo, con la mirada retrospectiva, con nuestra capacidad de significar,
podemos decir: “aquí ha pasado algo importante y esto merece la pena
celebrarlo”.
Podemos
proponernos hoy cultivar esta mirada, la mirada que es capaz de unir,
distinguir, escrutar, simbolizar, festejar.
Porque
así es, un centenario, nuestro centenario,
es una fiesta.
Como
la imaginación es poderosa, partamos de algo más que un bonito supuesto. Si les
preguntáramos a quienes tuvieron parte en el origen de aquella primera
comunidad, de aquél primer colegio, qué querrían celebrar hoy… ¿Qué creemos que
nos contarían? El alcalde, D. Luis Carabias, el párroco, D. Gabriel Herraz, la
Superiora General de las religiosas, M. María Serra, la primera superiora, M.
Asunción Alonso, la directora, Sor Paz Menéndez, una de las primeras hermanas,
Sor Asumpta (beata), las primeras niñas, las primeras familias en entrar en
contacto… Muchos otros nombres podríamos añadir a esta primicia. ¿Qué querrían
celebrar cien años después? ¿Eso mismo es para nosotros motivo de fiesta, de
alegría compartida, de esperanza?
Para
ello, hemos de haceros una pregunta muy importante:
I.
¿En qué consiste una “fiesta”, una “celebración”, “una
conmemoración”?
Muchas cosas pueden venirnos a la mente:
1. La
fiesta tiene un motivo, contiene una narración que la sustenta
2. La
fiesta reúne
3. La
fiesta rompe con la rutina, abre brecha para lo extraordinario, pero no se improvisa,
se prepara
4. La
fiesta afirma lo mejor de la vida y está al servicio de la vida
5. La
fiesta saca lo mejor de nosotros mismos
6. La
fiesta nos recuerda –actualizando- quiénes somos y a quién/quiénes pertenecemos
7. La
fiesta es abundancia, derroche, generosidad, regalo
8. La
fiesta es danza, humor, música, risa, adorno, juego, jovialidad
Todo
esto tendría que ocurrir entre nosotros a propósito de nuestro centenario para
que tal conmemoración fuera auténticamente festiva, oportunidad para la memoria
y la profecía, para el consuelo y la esperanza, para la añoranza entrañable y
la entrega del relevo.
No
pocas veces cuando Jesús de Nazaret quiere explicar a qué se parece el Reino de
Dios, es decir, esa vida que Dios sueña para cada uno y para la humanidad
completa, lo hace utilizando (como lo hiciera la tradición profética) la imagen
de la fiesta, del banquete, al que se está graciosamente invitado y para el que
hay que ir adecuadamente “vestido”.
Si
una fiesta es todo eso, y no tenemos más que evocar las celebraciones que
cuidamos en nuestras familias y comunidades, hagámonos la pregunta ¿tiene algo
que ver eso con nuestro centenario? ¿La
sonrisa de los testigos que nos han precedido tiene que ver hoy con la nuestra?
Veamos.
II.
Como no hay tiempo para todo, solo voy a detenerme en
algunos de los rasgos que me parecen más significativos hoy
En primer lugar, los
constructores y las constructoras de estos cien años de historia, de vida, realizan una proclamación
silenciosa pero contundente de las raíces que nos dan ser, identidad.
Es
decir, con gran seguridad, nuestros mayores, de quienes nos guste o no
procedemos, nos contarían una historia a la vez que dirían algo así como “¿ves?
¿veis? aquí empezaste a ser tú”, este es también tu árbol genealógico, todo
esto tiene que ver contigo.De que veamos si esto es verdad o no depende que
estemos aquí como meros espectadores o como participantes e invitados de honor.
En
un mundo como el nuestro, en que parece que vivir consiste en acumular
experiencias sin nexo, en ir de flor en flor, en la devaluación de lo que suena
a “pasado”, “antiguo”, “mayor”, “tradicional”… necesitamos referencias. Hemos
de recuperar el sentido de la memoria, esa increíble capacidad humana sin la
que no hay conciencia de ser uno mismo, de identidad.
La
memoria individual, la memoria comunitaria en nuestro caso (como en el de las
familias, por ir a un terreno cercano), es la que nos permite hablar de
nuestros orígenes en un término de fuerte contenido: “fundación”. Porque
tenemos memoria y la memoria nos une en los mismos recuerdos y en raíces
compartidas, al hablar de la “fundación” del colegio, de la presencia de la
comunidad, se nos representan unidos términos análogos que nos dicen de qué
estamos hablando: fundación, esto es, cimiento, arraigo, sustentamiento,
solidez. Y lo que consiguientemente le acompaña: permanecer, servir de
referencia, ofrecer cobijo.
Tener
raíces, volver a ellas, saberse bien plantado, a veces no es nada lucido. Las
raíces no se ven. Están, sostienen, nos guardan de las inclemencias, pero no se
ven. Se conocen cuando arrecia el viento, cuando somos puestos a prueba.
¡Cuánto podrían contar los protagonistas de nuestra fiesta!
Nuestra
fiesta de hoy tiene algo de canto de victoria, sobre todo si recordamos los momentos
críticos, aquellas personas puestas a prueba hasta el extremo…, si sabemos que
también nosotros, invitados y participantes, hemos ido aprendiendo que tener
raíces, estas raíces, estos valores, que nos sostienen y nos muestran que la
lucha, el conflicto, forma parte de la vida y que toca crecer y crecerse ahí.
La
fundación y la pervivencia del colegio, de la comunidad, es una referencia, un
punto de encuentro, un humilde testimonio de una vida con raíces, que tiene
identidad.
Israel,
el pueblo de la memoria, no se entendía ni se entiende aún hoy a sí mismo, sin
este hacer historia, re-cordar, actualizar los grandes hitos que marcaron su
razón de ser. Cuando a un buen israelita se le pregunta, ¿quién es Dios?, ajeno
a nuestro lenguaje conceptual y a la metafísica occidental, respondía así “mi
padre era un arameo errante…” a partir de lo cual se remontaba muchas
generaciones atrás para describir el asombro de que nada menos que Yahvé se
hubiera dignado elegido como pueblo suyo siendo como era el más pequeño y más
insignificante.
Haced esto en memoria
mía, dirá Jesús en la Ultima Cena, en el momento
definitivo con los más allegados, sus invitados más íntimos. Cuando os reunáis,
allí estoy yo, en medio, igual que hoy, os doy mi palabra. Cuando os reunáis,
no olvidéis que yo os he llamado.
Nos
hemos reunido en fiesta para celebrar una memoria que nos constituye y en la
que descubrimos un poco más, un poco mejor, quiénes somos, a quiénes
pertenecemos, qué nombres son los de mi familia.
Lo
comprobamos pronto. No tenemos más que evocar: acontecimientos, personas,
recuerdos… En la historia que hoy celebramos, tenemos cada uno, cada una,
nuestra página, nuestra línea.
No
sólo es historia de las Hermanas, o de la Institución, o del Colegio. Esta es
mi historia nuestra porque, leyéndola, escuchándola, recordándola, puedo,
podemos saber que ahí hay parte de nosotros mismos.
Los
encuentros transforman, configuran, dejan huella, introducen variables en nuestra vida. ¡Cuánto
de esto hay en nuestro centenario!
Tanta
vida, tantas vidas dedicadas a la educación –directa e indirectamente- son una
apuesta decidida por los encuentros transformadores, al servicio de que cada
uno sea más él mismo.
Miramos
todos estos años, a todas estas personas y nos encontramos, por experiencia
directa o por referencias, con nuestras raíces: infancia, adolescencia,
juventud… vivir haciéndose. Cuando uno es fiel a sí mismo, a sí misma ¡cómo
ayuda a que los otros lo sean!
Damos
otro paso: La fundación, que dice filiación, trae consigo la fraternidad.
En segundo lugar, sabemos que la alegría si se
comparte, se multiplica: la fiesta reúne.
No
hay buena noticia, y toda fiesta, toda celebración, lo es, que no pida ser
contada, compartida, proclamada. Qué se lo digan a las mujeres que por fin se
quedan embarazadas, los que aprueban la oposición, los que se enamoran, los que
han descubierto un tesoro…
La
fiesta convoca, nos convoca, hay que contar buenas noticias, hay cosas buenas
para compartir. Se invita a los que sabemos que pueden alegrarse con nosotros. Por
eso, la fiesta para que alegre el corazón y fortalezca gozosamente los vínculos
con la palabra, el gesto y el canto, necesita ser celebrada a medida humana.
¿Qué
significa esto? Como una imagen vale más que mil palabras, pensemos en el
botellón, las macrofiestas, los festivales donde números increíbles hablan de
un éxito que, cuanto menos, nos provoca preguntas: ¿una fiesta en la que no se puede hablar porque no se oye? ¿Una fiesta
donde predomina el cuerpo a cuerpo, la vibración introducida hasta la médula, la
bebida o las sustancias que desinhiben casi hasta la inhumanidad? ¿Una fiesta
donde la abundancia se confunde con el exceso y la desmesura? Cuánta
tristeza esconden muchas de estas fiestas. Cuántas soledades, cuántos vacíos,
cuantas desesperanzas, cuantas huidas.
Así
es nuestra fiesta, con medida humana, con posibilidad de vernos, contarnos,
recordar juntos, interesarnos unos por otros.
En
el cap. 15 del evangelio de Lucas, donde se habla de pérdidas y hallazgos,
cuando Jesús quiere explicar qué le pasa al Padre cuando por fin encuentra al
que se ha perdido, dice algo que nos suele pasar desapercibido: no sólo no
regaña, no pide cuentas, no dice “ya te lo había avisado”, no: hace fiesta, una
fiesta para la que llama a todos los que tiene a mano, a todos los que pueden
entender: los amigos y vecinos del pastor, las vecinas de la mujer de la moneda,
todos los de la casa en el caso de ese Padre que andaba siempre a la espera del
hijo que no terminaba de volver. Si nos fijamos en los textos, cada vez se explicita
más cómo es la reunión de la fiesta:se convoca a más gente, se habla de vestidos,
comidas, música y cantos. ¡Qué cosas tiene el evangelio, pararse en esas
“minucias”!
Nuestra
fiesta de hoy, preparada nada menos que durante cien años, contiene múltiples buenas noticias. Buenas noticias que nos
alegran. Buenas noticias que nos afectan Buenas noticias que unen.
Sería
precioso el ejercicio de que cada uno de los presentes, si se siente invitado
de verdad (y no está por mera curiosidad) dijera qué buena noticia hay hoy
aquí, se viene diciendo durante cien años, qué palabras buenas se dicen.
No
hay mejor forma de entrar en la fiesta que haber tenido algo que preparar en
ella, que ir bien preparado.
La
fiesta no nos la dan hecha, la fiesta la hacemos entre todos.
Podemos
afirmar que hay Comunidad -que hay Colegio-aunque parezca una obviedad porque
hay pueblo, por tantas personas que lo han querido y han puesto medios para
ello, personas con capacidad de decisión y personas sencillas, los hermanos
franciscanos, especialmente, que con discreto cuidado y solicitud han atendido
siempre a la comunidad.
Celebramos
hoy algo en lo que ¡se han puesto tantos granitos de arena! Nunca como hoy
podemos afirmar que asistimos a una “gran obra” hecha con las manos de muchos,
con el corazón de muchos.
Por
eso estamos aquí hoy nosotros. La fiesta nace de la comunión. La fiesta crea
comunión.
Seguimos
adelante
En tercer lugar, la fiesta es gratuidad, regalo,
cortesía… también derroche, benevolencia, amabilidad; dicho más radicalmente: proexistencia,
cuando el regalo es hacerse uno a sí mismo regalo para los demás, entrega.
No
hay fiesta sin regalo. Aunque los seres humanos somos expertos en “contaminar”
lo que se ponga a nuestro alcance, el caso es que lo propio de la invitación es
invitar a los que queremos invitar y sin pedir nada a cambio. De hecho, invitar
es de por sí hacer un regalo, decirle al otro, a la otra: “para mí la fiesta no
está completa sin ti”.
El
amor no se paga ni siquiera con amor. Gratuidad con gratuidad. La alegría que
me da haber sido invitado, convocado, tenido en cuenta, la expreso regalando,
obsequiando, ofreciendo un don: “vengo a tu fiesta porque me importas”.
La
dinámica del amor es así: intercambio de dones. Aunque la palabra clave es don,
regalo, no intercambio.
El
regalo tiene grados, no directamente proporcionales a los recursos económicos
disponibles, sino a la creatividad, la originalidad, la sorpresa, la
oportunidad. Un regalo es bueno, hermoso, gozoso, celebrado, cuando es sorpresa,
cuando refleja dedicación y deseo de agradar al destinatario. No es la cosa en
sí, sino lo que va de nosotros en ella.
Nuestro
mundo ha perdido el sentido del regalo, de lo gratuito, de lo inútil. Todo parece
susceptible de convertirse en moneda de cambio. Cuantas veces nuestra mirada
sobre las cosas se traduce en euros. Andamos midiendo al céntimo (economía,
favores, espacio, cosas, derechos, etc.) y perdemos la oportunidad, la gracia,
de vivir sin tanto cálculo.
Aún
nos escandalizan hoy (¿por qué será?) las palabras de Jesús a propósito de
aquel disparatado -por excesivo- regalo que le hizo una mujer, en provocador derroche:
un frasco de perfume de nardo, muy caro, joya de la época, utilizada no pocas
veces como si fueran divisas en lenguaje de hoy. Frasco destinado a nada: a romperse a los pies
del maestro. ¿Qué podríamos haber dado de comer varias semanas o hasta meses a
un comedor social con el fruto de su venta? Vaya que sí. Y no es que no haya
que hacerlo, atención. Aquí el exabrupto de Jesús: “a los pobres siempre los
tendréis, a Mí, no siempre me tendréis”. Pensemos, para ir más lejos ¿y si
resulta que Jesús no está hablando sólo de la proximidad de su muerte? ¿Y si
resulta que ese frasco hecho para romperse es una imagen de la misma vida de
Jesús (y de aquél, aquella que siga sus huellas), hecha don sin retorno, pura
gratuidad, derroche sin medida?
Y
otra escena. La última de las cinco viudas que menciona el tercer evangelista
(Lc 21) imagen de la pobreza, pero, sobre todo, del amor que se entrega sin reservarse
nada: su don, su regalo, su ofrenda al Señor, no es que sea mucho, ni
muchísimo, es todo, todo lo que tiene para vivir: dos moneditas.
La
alegría del que regala de verdad está aquí: en poder dar, poder darse a quien se ama, a aquel por quien uno
se siente inmerecidamente invitado, ofrecer lo mejor de sí, aunque después nos
quedemos sin nada. “El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un
derroche para connosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad” (Ef
1, 8-9).
En
la fiesta de nuestro centenario, los
regalos tienen un lugar imprescindible.
El
colegio es el fruto de multitud de regalos, no los que vemos en estanterías,
armarios o históricos inventarios, no, sino los auténticos regalos: las interminable
serie en nuestro caso de personas que se han hecho y se hacen don para otros,
para quienes lo suyo no es vivir sino “vivir para” (proexistencia): para cuidar,
para enseñar, para escuchar, para alegrar, para hacer crecer… esto es, para amar.
Presentación
de dones han sido las hermanas, con sus aciertos y errores, con su permanecer
al pie del cañón en medio de tantas circunstancias. Presentación de dones han
sido muchos otros que andan también por aquí, aunque no los veamos. Algunos
nombres tan sólo, el franciscano P. Jacinto Rodríguez (y con él, tantos
hermanos), que llegó a recorrer personalmente las casas y familias del pueblo
pidiendo limosna para adaptar la Enfermería a Colegio porque las hermanas habían
tenido que trasladarse; a Dª Teresa Bonin, incansable bienhechora, al médico,
D. Jesús Cruces, que tanto ayudó durante la Guerra Civil, a Dª Ana Buitrago y
su marido, que legaron la propiedad en la que desde entonces hasta hoy reside
la comunidad, se edifica el Colegio y realiza su misión… Muchos más nombres,
los de todas esas personas no anónimas, pero sí más silenciosas, que con la
amistad y la colaboración cotidiana han venido haciendo de este proyecto, de
esta realidad, una oportunidad de vida compartida, un ámbito de Reino.
Y
las hermanas. Las conocisteis, las conocéis, habéis oído hablar de ellas. En
medio de todo, deseando hacer bien aquello para lo que se sentían llamadas, en
la estela de Mª Ana Mogas, de quien aprendieron que ser don pasar por vivir en
“amor y sacrificio”: M. Josefa Pérez, M. Natividad Abad, M. Marina Aguinaco, M.
Pilar Rodríguez, la entrañable M. Tránsito, y un largo etcétera que nos lleva
hasta las últimas hermanas que han
pasado desde la c/ Triste Condesa a la fiesta eterna: M. Agustina, M. Lidia…
El
regalo de la vida es la misma comunidad que hoy continúa las huellas de
nuestras predecesoras y sigue en la brecha de la entrega, desde su realidad,
siendo testigo de la semilla que cae en buena tierra y da fruto, pero también
de que si el grano no muere, no da fruto. Cruz, Josefa, Elisa, Cecilia, Marina,
Aurora, Josefa.
Nuestra
presencia misma es un regalo para el resto, el motivo que nos trae es regalo,
la palabra ofrecida es regalo, regalo también que cada uno de nosotros nos llevemos
al final de la jornada una página escrita de nuestra vida redactada entre todos
los presentes, regalo ese misterioso brindis por la vida que se nos ha dado, que
nos ha unido, que es siempre mayor que nosotros y nos desborda. Habremos caído
en la cuenta, una vez más, de que al final de la vida seremos examinados ante
todo en el amor, en el hacerse don, regalo.
En cuarto lugar la fiesta es misterio. La
fiesta se prepara, y, como en este caso, como sabemos, se prepara lo mejor que
se puede, pero al final, siempre hay un plus inabarcable, improgramable, de
gracia. Aunque se den todos los elementos, la fiesta termina aconteciendo como
acontece un milagro. ¿Alguna señal? La misma de Jacob después del misterioso
encuentro nocturno: “¡ahí va, de manera que el Señor estaba en este lugar y yo
no lo sabía”. Así es: sólo nos damos cuenta “a posteriori”, después de haber ocurrido,
cuando salimos, por el modo como salimos.
Me
viene a la mente, la hermosa película “el festín de Babette”. Todas las
resistencias a entrar en la celebración resultaron finalmente inútiles: la
entrega total de alguien, la libre y feliz ofrenda de sí, el sacrificio entero
y desconocido de la última de la casa, de la criada, de la tratada como pecadora,
hizo posible lo imposible: la reconciliación, la paz, la alegría, la fe, la
risa, la satisfacción de vivir, la recuperación del sentido.
La
fiesta, cuando lo es verdaderamente, tiene un plus: ensancha la condición
humana en lo mejor de sí misma, da sensación de posibilidad, amplía el
horizonte, afirma la plenitud de la vida, nos pone en contacto casi sin
pretenderlo, con lo que supera la habitual finitud, el límite del habitual
correr de los días. Las buenas fiestas, los mejores momentos tienen un toque de
eternidad. Es como si el tiempo se detuviese regalándonos un anticipo del cielo,
a la vez promesa y primicia.
Ese
es el misterio de la fiesta, ésta, la gravidez de eternidad que la contiene: la
facilidad con que conjura la negatividad de la muerte incluyéndola en el mismo Cántico
a las criaturas, como tan increíblemente expresó aquél hermano reconciliado como
fue Francisco de Asís.
Qué
difícil es descubrir hoy que el mayor éxtasis, es un salir de sí que nos pone
en contacto con la transcendencia, con Dios, en cualquiera de sus nombres, mayor
que todo, mayor que todos: ese Dios siempre más, siempre mayor, y que, según
Francisco, “basta para todo”.
El
plus, el más de la fiesta, con frecuencia, en este mundo nuestro, harto de todo
y desmesurado, se pervierte en los excesos que nos deshumanizan. ¿El resultado?
No es la alegría, sino la vaciedad, no es la trascendencia sino la
desesperanza, no es el más, sino el menos, el mucho menos.
¿Cómo
nos tocaría hablar a nuestra generación de la alegría, la esperanza, el
misterio, la fiesta que nos despliega y nos hace ser más y mejor?
Nuestro
centenario, concretado en todas esas personas que están en nuestra memoria y en
la de nuestros mayores, en las realizaciones que siguen presentes y a la vista,
real y misteriosamente, es testimonio vivo del misterio en el que nos introduce
la fiesta, esta fiesta que son los preciosos cien años de vida.
Tras
la veladura del misterio, pues así ha de ser para que el misterio nos guarde y
nos ofrezca lo mejor de sí, emerge la significación profunda de lo que ha ido
ocurriendo en el tiempo, de lo que hoy nos lleva a ese “más” de nosotros mismos.
¿En
qué lo notamos? En caminos a veces muy sorprendentes: en la incomodidad vital, en
la búsqueda insaciable, en la nostalgia, en el anhelo, en la conciencia ineludible
de limitación.
Hermosa
función la de la debilidad que parece molestarnos tanto, pero que se constituye
en memoria viva, tenaz, de lo que está más allá de nosotros, mejor, de Quien
está más allá y más acá de nosotros, llamándonos, como respuesta a nuestras
preguntas, como roca firme, como la añorada fidelidad a toda prueba, e incondicionalidad
absoluta.
Y
esa es la proclamación que no cesamos de anunciar al contemplar la historia que
nos convoca. Proclamación que, por ser en clave, sólo entienden algunos, los
que pueden, los que –aquí sí que cabe decirlo- los que podemos, aquellos que,
como decía Jesús de Nazaret, “tienen oídos para oír”, corazón para comprender.
No son demasiados: ni entonces, ni ahora.
Por
tanto, cantamos (digo “cantamos”, no “contamos”) nuestros cien años, tan bien
llevados, conscientes de que estamos celebrando lo que, siendo tan nuestro
(raíces, comunidad, regalo, proexistencia…), en realidad no nos pertenece, se nos da, nos supera, y me atrevería a decir que “ensancha” nuestra medida suscitando
una de las actitudes más creyentes y menos tenidas en cuenta en el “lote” de la
fe, que es la sorpresa y el asombro (Teresa de Jesús, retomará de Pablo e
insiste en la importancia de la magnanimidad,
la grandeza de corazón, atreverse sin encogimiento ni achicamiento…), que
tiene tanto que ver con descubrir que el propio límite no es la medida absoluta
de todas las cosas y que la mejor medida es la sin medida de un Dios digno de
admiración, cuando no de desconcierto.
Ya
amonestaba Jesús a los hombres y las mujeres de su tiempo por su dificultad
para “entrar en la fiesta” y participar de la gracia: “hemos cantado y no
habéis bailado… ¿hasta cuándo tendré que soportaros”.
Así
hoy, en esta aproximación a veces suicida al límite, a rozar los extremos, qué
contracultural resulta afirmar que no hay fiesta sin misterio, sin gracia, sin
milagros, como son los que están aconteciendo hoy, por ejemplo, este hoy que se
conjuga a una con aquél enero de 1915 mencionado.
¿Cómo
preparar concienzudamente una fiesta sabiendo que lo mejor es lo que no se
puede calcular ni programar porque es la “chispa divina” (y no de cava) que se
activa graciosamente cuando cada uno saca su panecito y lo pone al servicio sin
pensar en sí porque la mayor alegría es la risa del otro, su plenitud?
Más que “en quinto lugar”,
diría que “en síntesis”,
la fiesta es -por todo lo anterior y con
todo lo anterior- una afirmación exultante de la vida
que no ignora la fragilidad, la crisis, aún más, la ruptura o la muerte. Porque
como venimos hablando, la fiesta incluye todo eso y más.
Celebramos
la vida que nace, que crece, la vida en el tiempo, que son los aniversarios, el
nuestro. Celebramos también la vida cumplida: esto es, la muerte.
Todos
los momentos decisivos de la vida humana, en su realidad personal o individual
y en su dimensión colectiva, comunitaria, son ocasión apropiada para la
celebración, para afirmar que, a pesar de todo, en medio de todo, “todo acabará
bien”, como decía una mística inglesa del siglo XIV, santa Juliana de Norwich,
o, en palabras más conocidas de Pablo: al final “Dios lo será todo en todos” (cf.
1Cor 15,28).
Toda
fiesta, cualquier celebración que no sea mentirosa, es un canto a la vida, un
reconocimiento de que merece la pena vivir, vivir a fondo, implicarse en esta
oportunidad única que es existir con aquello que es realmente valioso. El tesoro escondido que lo
merece todo es, de entrada, vivir. Y no todo respirar es vida, como bien
sabemos. No todo cumplir años es estar participando del aliento de la vida.
Celebrar
el encuentro, las personas, la historia, la vida, nos lleva a con-gratularnos
de estar aquí, de formar parte de la vida de los otros (ojalá que para bien),
de reconocer que qué sería de cada uno de nosotros sin esa infinidad de providencias,
de gracias, de favores sin cuento que han venido a sostenernos en la vida
continuamente, sabiéndolo nosotros o no.
Miramos
estos cien años en los que nos enraizamos, que nos hermanan, que nos hacen
descubrir el gozo de vivir y la belleza de dar la vida para que otros tengan
vida, y decimos “qué bien”, “qué hermosa es la vida”, “menos mal que he
conocido un rinconcito del universo donde hay buenas personas”.
La
historia que hoy se nos entrega como patrimonio personal es una historia de
santidad, de vida lograda, bien vivida, que ha elegido edificarse en roca
firme, y por eso ha podido servir de abrigo para otros.
III.
Finalmente,
Si
lo dicho hasta el momento es verdad, si nuestro centenario tiene algo de lo
anterior, quién sabe si salimos de esta conmemoración transfigurados,
rejuvenecidos por el paso de los años, fortalecidos en el recuerdo de tantas
vicisitudes, alentados en el fragor de las batallas, convencidos que esta
historia es nuestra historia, las hermanas, nuestras, su proyecto, nuestra
herencia y responsabilidad.
Si
lo dicho hasta el momento tiene algo que ver con nosotros puede, por fin, que
haya milagros entre nosotros. Porque milagro es cada día empezar de nuevo como
si los cien años fueran solo un prólogo y no la justificación de la misión
realizada.
Si
lo dicho antes nos ha concernido, nos ha aludido personalmente, cabe la
posibilidad de que se hayan acrecido en nosotros algunas actitudes básicas para
estar vivos.
¿Cuáles?
Creo que en este momento podemos resumir en tres:
·
Confianza. Confianza
porque hay sentido, porque cabe elegir la mejor parte que consiste en pensar
bien del otro, de la vida, de la historia, de Dios. Y, de la mano de la
confianza (todo acabará bien), la esperanza, que tan cara resulta hoy….
·
En segundo lugar, la celebración que hoy
nos hace familia hace crecer en nosotros una cualidad esencial, que crea
familia y nos da referencias: el sentido de pertenencia. Estamos unidos
misteriosamente por un vasto conjunto de conexiones que nos dan identidad. Nos
pertenecemos mutuamente, aquél “¿quién es mi prójimo?” nos recuerda que
nuestras vidas están entrelazadas.
·
Finalmente, el don que se multiplica al
repartirlo, como el pan en las manos de Jesús, es el agradecimiento:
“verdaderamente es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Señor”, decimos en la
Eucaristía, la fiesta de las fiestas, memorial, fuente de vida, expresión de
comunión, don de dones, sacrificio y misterio.
Espero
que a estas alturas, ya no se necesiten más explicaciones (diréis que
afortunadamente… que ya vale…).
Mientras
veníamos las hermanas en el autocar, cuando esta mañana iba a la parroquia, en
el regreso, durante la comida… muchas historias hemos ido recordando: mi abuela
fue de las primeras alumnas, mi madre estrenó el internado, estudié Magisterio
en el Colegio e íbamos a Madrid a examinarnos, cuánto le debo a la M. Nati, o a
la M. Tránsito, o a la M. Sagrario (tan recientemente fallecida), creo –otra
decía- que la M. Pastoriza tenía tantas cosquillas que fue muy difícil hacerle el
vestido de seglar cuando tuvieron que quitar el hábito por las circunstancias
políticas (las buenas mujeres, ayudando en todo), las lágrimas de las alumnas
el día que recibieron a sus profesoras vestidas de calle por el motivo citado… las
bromas que gastaban las niñas a Sor Asumpta, nuestra beata, que se ponía tan
nerviosa con bichos e insectos, las anécdotas de las internas, la llegada de
las primeras profesoras laicas, el primer director, el colegio mixto, etc, etc,
etc… Familia. Historias de familia. Nuestro álbum.
Hace
18 años, un domingo como éste, XVII del Tiempo Ordinario, con las mismas
lecturas, el Papa Juan Pablo II, hoy santo, proclamaba en Roma que Mª Ana
Mogas, nuestra fundadora, había seguido fielmente al Señor, que podíamos
mirarla (todos, todas) como maestra y referencia. Ella, que vivió, enseñó y dio
su vida por la fiesta del amor, al final, reconciliada con todo y con todos,
sólo supo, solo pudo hablar de lo único que importa en la vida, “amaos”, “amor
y sacrificio”, amor y darse, hacerse don.
María
Ana, habiendo aprendido de Francisco a seguir las huellas y pobreza de Jesús,
sigue siendo hoy, en su humildad y sencillez, una propuesta de vida evangélica,
una buena noticia que hay que saber escuchar y acoger. No estamos aquí por
ella, ella no nos dejaría decirlo. Estamos aquí por lo que centró su vida, su
corazón y su misión: Dios y su Reino, concretado en las mil formas que han
conocido estos años, que nosotros sabemos y todas las que no hemos llegado a
saber, pero que el Padre no habrá dejado sin recompensa.
Como
estamos de atrevimiento subido, tal y como corresponde cuando hay confianza en
demasía, podremos hacer nuestra la hipérbole con la que concluye el evangelio
de Juan:
“Y
nosotros
(los
aquí presentes y los que sabemos que hubieran querido estar)
sabemos
que todo esto es verdad. Jesús hizo
(en
estos años, a través de todas estas personas)
muchas
otras cosas.
Si
se quisieran recordar una por una,
pienso
que ni en el mundo entero cabrían los libros que podrían escribirse”
(Jn
21, 25).
“Para
alabanza de Cristo Jesús, Amén”. Muchas
gracias.
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