LA VIDA POR LA LIBERTAD DE LA FE
El asesinato de los dibujantes de una publicación satírica a
manos de los musulmanes ha suscitado en el mundo occidental una inmensa ola de
protesta. Por una parte y por otra se han multiplicado los discursos en defensa
de la libertad de expresión.
Poco tiempo después unos egipcios han sido asesinados a sangre
fría al borde mismo de las aguas del Mediterráneo en una playa de Libia. Apenas
unos murmullos han venido a lamentar la suerte de estos cristianos coptos,
muertos contra la libertad de la fe.
Es claro que no se pueden comparar los dos casos. Pero llama la
atención el contraste entre el clamor por la muerte de los primeros y la
indiferencia ante la muerte de los segundos. Y, sin embargo, la sangre de unos
y de otros tiene el mismo color. Y la libertad tiene los mismos derechos.
¿Cuál es la causa de la diferencia abismal entre las reacciones
ante un caso y el otro? ¿Quién mueve los hilos de la opinión pública? ¿Quién
agita los sentimientos, mueve las voluntades y enchufa los altavoces? ¿Quién
tiene derecho a imponer una religión y a asesinar a los que creen de otra
manera:
“No hay apremio en la religión; la rectitud se distingue de la
aberración”. Esta observación no se debe a un agnóstico o un laicista. Este
pensamiento se encuentra en El Corán (Al-Baqara, 256). La idea es muy clara: no
se debe apremiar u obligar a nadie en materia religiosa. No se puede imponer la
fe. Y tampoco se puede impedirla.
El cardenal Javierre decía que los obispos entraron en el
Concilio Vaticano II con una idea muy restrictiva de la libertad religiosa,
pero allí cambiaron de mentalidad. Baste recordar el documento del Concilio
sobre este tema: “Esta libertad [religiosa] consiste en que todos los hombres
deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como
de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que en
materia religiosa ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le
impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con
otros, dentro de los límites debidos” (DH 2).
El panorama de la persecución religiosa es vasto como el mundo y
largo como la historia. Cualquiera puede evocar todo un rosario de pueblos y
países donde los creyentes han sido perseguidos, encarcelados y asesinados tan
solo por serlo.
Mientras encomendamos al Dios único y misericordioso la suerte
de los mártires, y también la de sus asesinos, leemos con esperanza unas
palabras que pueden devolvernos la serenidad y la cordura, la tolerancia y la
fraternidad: “Si tu Señor lo quisiera, todos los hombres de la tierra tendrían
la fe. Pero, ¿puedes tú obligar a las personas a creer?”
Se dirá que es esta una pregunta inquietante. Y ciertamente lo
es. Nos obliga a examinar nuestra conciencia. Y a evaluar comportamientos y
criterios habituales.
Por cierto, esa frase se encuentra también en El Corán (Yunes,
99).
José-Román Flecha Andrés
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