Tengo miedo y desconfío, quisiera aprender a descansar en las manos de Dios
P. Carlos Padilla
Es curioso, siempre utilizamos la
imagen del gorrión y la colocamos en las manos del Padre. Un gorrión que
busca morada en los atrios de la casa de Dios: “Mi alma se consume y anhela los
atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo. Hasta el gorrión ha encontrado una casa; la golondrina, un nido”.
Esa imagen del salmo 83 nos da
alegría. Una imagen idílica, bella. Un gorrión sin miedo, cobijado, seguro en
la casa de Dios. Como mi corazón que anhela ese descanso. Una imagen poco
común.
El gorrión vive normalmente con miedo.
Desconfía de las manos de los hombres. Huye del ruido y de los peligros. Por
eso intenta volar más alto, para evitar a los hombres.
Una persona rezaba: “Quiero amanecer despacio. Quiero
sufrir y gritar fuerte. Quiero alegrarme y sufrir, todo ello en un instante. Verlo todo negro y luego verlo todo
lleno de luz. Con
tus ojos, con los míos. Quiero escribir mi nombre en los árboles del camino.
Para nunca andar perdido. Para caminar muy quedo. Quiero vestirme de día, de esperanza,
de alegría. Quiero escuchar en la noche el canto de tu esperanza. Descifrar en
la tiniebla tu mano sobre la mía”.
Muchos siguen perdidos. No ven la luz. Parece que no se salvan. Es cierto
que cuando estamos
más desesperados es cuando alzamos la mirada a lo alto. Suplicamos
ayuda. Y vemos un rayo último de esperanza.
Muchas veces no pido ayuda. Muchas
veces no ayudo a otros a encontrar la salida. O no me piden ayuda. Y al caer la
noche veo una luz, una esperanza y salgo. Desaparece el miedo. Brillan las
estrellas.
Quisiera aprender a descansar en las
manos de Dios. Sin miedo. Sin querer
controlarlo todo. En sus atrios. Como un niño. Con paz. Un gorrión en la casa
de Dios.
Estoy tan lejos de vivir con esa
confianza. Tengo
miedo y desconfío. Y no busco la ayuda de los hombres. Porque me cuesta reconocer mi
debilidad, mi necesidad, mis heridas.
Aprender a confiar en las manos de
Dios. Sin pensar que va a desaparecer de nuevo. Sin creer que mi vida no le
importa. Simplemente dormir a su lado, en su regazo, como los niños. Así
quisiera confiar siempre.
A veces tendemos a hacernos como Dios
en lugar de descansar en Dios, haciéndonos pequeños. No aceptamos los límites que la naturaleza nos impone.
Nos cuestan las correcciones de los demás. Juzgamos al que nos
juzga.
Porque nos molesta equivocarnos y ser
imperfectos. No queremos caer. No queremos que el mundo nos condene. Nos importa mucho lo que los demás
piensan, cómo nos ven.
Por eso tantas veces nos escondemos
detrás de una imagen, nos protegemos. Tememos el fracaso y la pérdida de nuestra fama. Cuando nos
juzgan, cuando nos condenan, lo vemos todo negativo.
Y nos puede pasar lo que leía el otro
día: “Me pongo en plan víctima y me quejo a los demás, focalizo mi atención en
lo malo, en lo que no sale, en lo que me fastidia. Veo amenazas, me quedo
quieto y espero que alguien venga a salvarme, me empobrezco, me voy apagando,
transmito pesimismo”[1].
Nos dejamos llevar por nuestros
sentimientos y desconfiamos. De Dios y de nosotros. Nos cuesta entonces creer en el
poder de Dios, en su cuidado y protección. No queremos ser frágiles y débiles.
No queremos ser como un gorrión en las manos de Dios.
Decía el Papa Francisco: “Hay que hacerse pequeño para
experimentar las caricias de Dios Papá en el corazón de Jesús. Las heridas del
pasado deben ser puestas en el corazón de Jesús para que Él las sane”.
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