Hay
momentos en que necesitamos la presencia de alguien que escuche las
confidencias de nuestro corazón. No quisiéramos esperar. La mañana misma,
tiempo de gracia, nos brinda la oportunidad. En esta mañana, Dios es nuestro
confidente. Mas ¿qué nos inquieta ya al amanecer para lanzarle nuestros gritos
de socorro?
El
imperio de las tinieblas nos cerca y hasta busca solapadamente nuestra
complicidad: el imperio de la arrogancia que destruye la igualdad cristiana en
nuestra fraternidad, el ámbito de la maldad y malevolencia, que infiltra en
nuestros actos un anónimo malestar, el mundo de la traición o la quiebra de
nuestra fidelidad y confianza mutua, que desgarra el ambiente de sinceridad.
Nuestra lengua puede ser el instrumento de un sepulcro abierto.
La
comunidad está amenazada. A través de nuestros miembros el mundo de la
perversión, de la mentira, de la arrogancia, ejerce un poder diabólico sobre
nosotros. ¿No es éste motivo suficiente para gritar a nuestro Dios?

Salmo 35 - DEPRAVACIÓN DEL MALVADO Y BONDAD DE DIOS.
El malvado escucha en su interior
un oráculo del pecado:
«No tengo miedo a Dios,
ni en su presencia.»
Porque se hace la ilusión de que su culpa
no será descubierta ni aborrecida.
Las palabras de su boca son maldad y traición,
renuncia a ser sensato y a obrar bien;
acostado medita el crimen,
se obstina en el mal camino,
no rechaza la maldad.
Señor, tu misericordia llega al cielo,
tu fidelidad hasta las nubes,
tu justicia hasta las altas cordilleras;
tus sentencias son como el océano inmenso.
Tú socorres a hombres y animales;
¡qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios!;
los humanos se acogen a la sombra de tus alas;
se nutren de lo sabroso de tu casa,
les das a beber del torrente de tus delicias,
porque en ti está la fuente viva
y tu luz nos hace ver la luz.
Prolonga tu misericordia con los que te reconocen,
tu justicia con los rectos de corazón;
que no me pisotee el pie del soberbio,
que no me eche fuera la mano del malvado.
Han fracasado los malhechores;
derribados, no se pueden levantar.
Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.
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