La celebración que en estos días hacemos de la Navidad es una amalgama de tradiciones procedentes de media docena de culturas y acumuladas a lo largo de los siglos. La cena de Nochebuena, belén, el árbol adornado, las tarjetas de felicitación, los reyes magos, Papá Noel y Santa Claus, el tronco lleno de regalos, el muérdago, las campanas y los villancicos encuentran su origen en el seno de diferentes pueblos y pasaron a integrarse en el 25 de diciembre.
Pero más allá de los fríos datos que nos pueda ofrecer la historia, la conmemoración de la Navidad constituye la gran exaltación de la familia. Recordemos quienes estaban en Belén junto a la mula y el buey. Una familia a la que nadie quiso dar posada, la resultante de frutos y ramas, que dejarían de ser, de no estar indisolublemente unidos al tronco por la savia del amor.
Por supuesto la familia no es un simple nombre, ni una firma en un papel, ni siquiera el hecho de vivir juntos. La familia es sentirse todos miembros de un mismo cuerpo. Es sufrir y amar a un mismo tiempo. Es soñar, andar juntos el camino, compartir unidos el proyecto de cada uno de sus miembros, sentarse a la mesa y compartir como propio el proyecto de cada uno, sentir que te queda un irremplazable vacío en tus entrañas cuando uno de sus componentes se aleja a llorar de emoción y fundirse en un solo cuerpo cuando regresa. ¿Habrá algo más intenso, más profundo y que más alboroce nuestro corazón que el abrazo del reencuentro?
Por eso la Navidad, esa fecha que llevamos en lo más profundo de nuestro corazón y a la que quienes quieren destruir nuestros valores, llaman solsticio de invierno, es la fiesta más grande y entrañable que podemos vivir. Es el regreso de todos sus miembros al hogar, el lugar donde siempre te esperan y nunca serás un extraño, porque cada uno de sus rincones guarda la emoción de una vivencia, un recuerdo, un testimonio, la raíz de nuestra existencia y la savia que ha hecho de nosotros lo que hoy somos.
De alguna manera, la Navidad nos hace volver a la niñez al recordar tiempos pasados en los que todos compartíamos juegos e ilusiones, risas y lágrimas, proyectos y travesuras, alegrías y desencantos vividos bajo un mismo techo y sintiéndonos todos miembros de un mismo cuerpo. Sería imposible saber quiénes somos, si no es por el calor del hogar, donde permanecen nuestras raíces y donde se forjaron nuestras señas de identidad.
La familia no es una elección que podamos hacer a nuestro gusto. Es la herencia recibida de nuestros mayores y a la que, si renunciamos, nos sentiremos huérfanos y desvalidos. La familia implica un compromiso, una expresa voluntad de coexistencia, es el punto de unión en los momentos de alegría y el refugio en las situaciones de desamparo y tribulación. Por eso la Navidad es la ocasión para volvernos a fundir en el eterno abrazo que provoca que los corazones se desboquen y nuestros ojos se aneguen en lágrimas nacidas del amor.
Pero no olvidemos que el amor, no es un regalo. Como todo en la vida, hemos de ganárnoslo.
César Valdeolmillos Alonso
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