Me cansan los 'malesforzados': los que pasan factura porque cumplen mejor que nadie, esos que te cuentan su lista de méritos antes de decir su nombre… Me cansa cómo se disfrazan de moralistas, de socialmente comprometidos, de autorrealizados… hasta de piadosos. Me canso mucho a mí mismo por malesforzarme para ser reconocido y para poder 'cobrarme' mi trabajo. Pero hay alternativas a ese malesfuerzo que también me resultan agotadoras. Me cansan los vagos que ponen hasta a Dios mismo como excusa para su vagancia, como justificador de sus derechos sin deberes... Me canso aún más de mis propias perezas cuando ando, como diría san Pablo, muy ocupado en no hacer nada. Esa comodidad tampoco da vida a nadie, no alivia ningún dolor, no anuncia nada bueno… y sigue cansando el propio corazón, hasta secarlo. Sólo se me ocurre gritar: de todos estos cansancios por malesfuerzos y vagancias ¡líbrame, Señor! Quizá todo me cansa y me harta, o le pido a mi vida –y a la de los otros— equilibrios imposibles. Todavía peor, a veces pienso que soy la única persona en el universo que ha alcanzado ese equilibrio y, por eso, puedo juzgar y dividir al resto del mundo en vagos redomados o despreciables voluntaristas, en inútiles perezosos o afanosos buscadores de recompensa...
¿Quién consigue ese equilibrio? En la invocación tradicional de Pentecostés se dice que el Espíritu de Dios es «descanso de nuestro esfuerzo» y se pide su venida para dar «al esfuerzo su mérito». Se pide que venga porque no hay manera de encajarlos. Descanso, esfuerzo y mérito… sólo el aliento del mismo Dios los equilibra. Así pues, necesito pedir otra cosa: de creerme el mejor equilibrista del mundo ¡líbrame, Señor! Poco a poco, intuyo que hay un tipo de esfuerzo sin facturas, un trabajo 'gratis', un desvivirse que da vida, una generosidad limpia… Intuyo también un descanso que humaniza y un ritmo de vida que no prima sólo la efectividad; un ritmo que permite que me encuentre conmigo, con los otros, con Dios... Lo intuyo no desde el equilibrio sino desde los bandazos bruscos que doy yo mismo y quienes comparten mi camino y mis tropiezos.
Lo intuyo como algo que el Espíritu de Jesús puede hacer nuevo. El mismo Jesús fue víctima de la factura de los malesforzados y de la indolencia de los perezosos… y venció. No puedo encontrar la justa medida pero creo que Él puede hacerlo. No soy un gran equilibrista y me canso… ¿Qué me queda? ¿Qué nos queda? Ya sólo un último grito: ¡Ven, creador de lo nuevo!
Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego… (secuencia de Pentecostés)
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