Es imposible retener a Dios, pero puedes entrar muy adentro de ti y ver una luz en la oscuridad: el amor
La certeza más profunda que tenemos los seres humanos, la única capaz de arremeter la oscuridad, más aún, de soportar convivir con ella, es la de haber sido amados, la de ser amados.
Esa experiencia es la que en el presente nos permite saltar con esperanza hacia el futuro, convivir con la oscuridad y entrar en las noches de la vida.
A veces no lo queremos saber para no sufrir y a veces lo sabemos pero nos cuesta aceptar que estamos profundamente sedientos.
Nos resistimos a la medida tan infinita que Dios nos puso en el corazón y que hace tan maravillosa, y a su vez, tan dura la vida: el desear la no medida de la felicidad.
Es que para poder sintonizar con esta experiencia hace falta quedarse vulnerable ante el misterio. Solo ahí lo inefable nos confiará sus secretos. Dicho más claro, si yo no me quedo ante Dios, los que hablen de Dios no me dirán nada.
Cada vez me convenzo más de que la experiencia de la fe es un camino de certezas y oscuridades. Dios es un Dios revelado, pero al mismo tiempo es un Dios escondido.
Él nos permite asomarnos todo lo que se puede desde la precariedad de este mundo a una realidad que nos ha sido dicha, pero no agotada.
A Dios no se lo puede retener, no podemos asirlo con nuestras manos y agarrarlo para que no se vaya. La presencia de Dios nos habla. La oímos pero no la podemos ver; pensamos que lo tenemos pero se nos escapa de las manos; está presente pero se siente como una ausencia absoluta; nos hiere de dicha y la dicha la percibimos como un doloroso vacío.
Tenemos un “inmenso Padre”, dirá san Juan de la Cruz. Un Dios que se nos entregó en Jesús y sigue siendo misterio, una fe, llena de certezas aunque sin embargo sigue siendo noche.
BASADO EN ALETEIA
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