Varios jóvenes haciendo equilibrismo sobre los raíles de un tren. Como fondo, una vieja fábrica de ladrillos marrones. Las fotos eran así como bucólicas. Parecían hasta bonitas: el cielo invernal, las traviesas de madera, el entorno industrial...la imagen perfecta, ideal para subirla a instagram o para mandarla al grupo de whatsapp familiar, o a ese con los compañeros de trabajo: «Aquí, en Polonia». Y un recuerdito de las vacaciones. Algo más para contar.
Ni una fábrica abandonada, ni los raíles de un tranvía urbano. Las fotos las hicieron en Birkenau, uno de los campos que formaron el tristemente célebre complejo de Auschwitz. Birkenau no era un campo de concentración al uso, con fábricas y factorías –como sí lo eran otros campos de Auschwitz–. A Birkenau se iba a morir, y punto. En 1941, dentro de la solución final, fue planificado como campo de exterminio. Con capacidad para 100.000 prisioneros, contaba con cuatro hornos crematorios con sus correspondientes cámaras de gas, cada una de ellas con capacidad para eliminar a 2.500 seres humanos de una sola tacada. Todo muy eficiente, todo muy controlado. Birkenau estaba planificado como si fuese una fábrica de máquinas de coser, o de tubos de escape. Había que matar mucho. Y además debía ser barato.
A partir de la primavera de 1942 se aceleró el exterminio de judíos, gitanos, disminuidos psíquicos y físicos y demás 'escoria social', como calificaban los nazis a todo aquello que no fuese 'humano'. Los prisioneros llegaban a Birkenau después de un largo y extenuante viaje en tren. En 1944 las vías se extendieron hasta el interior del campo con el objetivo de agilizar el proceso y así eliminar a más prisioneros. Es precisamente en esa ampliación donde se ha puesto de moda hacer la foto haciendo equilibrismo sobre los raíles. La situación ha llegado a ser tan bochornosa que los responsables del museo de Auschwitz han pedido públicamente que los visitantes se abstengan de hacer fotos de ese tipo en un lugar donde un millón de personas fueron ejecutadas hace no demasiado tiempo.
Hace un par de años la artista israelí Shahak Shapira se vio inmersa en una polémica al crear fotomontajes donde mezclaba las fotos –divertidas, patinando, jugando al escondite– que se hacían los turistas en el monumento a las víctimas del Holocausto en Berlín, con imágenes de prisioneros judíos en campos de concentración. «Nadie debe decirme si lloro o no», rezaba un comentario en la página de internet del proyecto de Shapira.
Obviamente, nadie debe decirnos qué grado de conmoción debemos tener ante una tragedia. Por otra parte, es sumamente delicado medir la conmoción o la indignación –como si fuese un termómetro– de cada persona ante un hecho. La polémica va mucho más allá de eso. Las fotos en el monumento al Holocausto en Berlín o las personas que juegan a no caer al suelo en Birkenau son un reflejo de nuestra sociedad, demasiado preocupada en sí misma, demasiado preocupada en disfrutar, en evitar todo lo que no sea bonito, alegre, feliz. Aunque el resultado sea el de ignorar el sufrimiento y las preocupaciones de las personas que nos rodean, sean éstas más cercanos o más lejanas, en tiempo o en espacio. Lo que nos incomoda de la noticia es que todos nosotros diariamente nos hacemos fotos guardando el equilibrio –jugando– haciendo como que no nos damos cuenta del sufrimiento de los que nos rodean, de todo lo malo e injusto que hay a nuestro alrededor.
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