EN DEFENSA DE LOS NIÑOS DE MI BARRIO

Hay una pregunta que últimamente las personas con las que me relaciono me hacen mucho: «¿cómo son los niños de las Tres Mil Viviendas?» y de forma espontánea yo digo «pues niños, igual que los de aquí y los de allí», porque, aunque su realidad sea diferente, me permito el lujo de despojarles de esa adultez impuesta a la que muchas veces están obligados.

Casi siempre, esa primera pregunta desencadena muchas más: «pero… ¿es peligroso?», «¿quieres trabajar toda tu vida allí?», «allí no se dará clase, ¿no?», «tiene que ser muy duro», «¿tienes pensado quedarte mucho tiempo?»...

Y durante estas conversaciones, que intento no evitar, no puedo parar de pensar que somos, en gran medida, las formas en las que hablamos de las demás personas y colectivos cuestionando sus vidas con total libertad.

Estar presente en los barrios más sufrientes me permite preguntarme cada día ¿qué puedo aprender de ellos?, porque no es solo el alumnado quien aprende, los educadores necesitamos preguntarnos por las necesidades de las que somos testigos para así sembrar donde les hace falta y no donde nosotras queremos poner las semillas y las fuerzas. Y creo que esta pregunta es clave para abrir horizontes sobre cómo seguir contribuyendo para que la educación derribe muros, ventanas, puertas… partiendo de que nosotras también tenemos mucho que aprender aún, que nosotras también necesitamos de los demás.

Mirar de cerca la realidad que viven me regala, entre otras cosas, una mirada más limpia a la vida, como con la que nos miran a las seños las chicas y chicos del cole. Y es que cuando te miran así cuesta creer que haya en el mundo una manera más evangélica de mirar. Y, sobre todo, me ayuda a dejarles, simplemente, ser niños y apartarles, aunque sea por un rato, de esa adultez impuesta.

Quizá seamos las personas adultas, con nuestro modelo de vida siempre inconformista, desde la queja, la insatisfacción y la falta de empatía, las que ensuciamos sus maneras. Por eso, la persona que educa también tiene que preguntarse cada día: ¿de qué les está hablando mi vida?

Quizá sí, estar con las personas que sufren, contarles que hay Alguien que las quiere, que existen otras maneras de jugar, de relacionarse, de querer, de vivir… más cuidadosas con las demás personas y con ellas mismas… sea a lo que me quiera dedicar ‘toda mi vida’.

Y creo que cuando esto se vive desde la sencillez de no saber, pero intentarlo, desde la gratuidad y no la queja… se puede construir y sacar mucho provecho. Y encima te crees, de verdad, que ese sitio en el que no hay nada es el Reino de Dios.

Blanca Soro Piñal

 

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