LA ALEGRÍA
“La alegría del Evangelio
llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes
se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío
interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría”.
Así comienza la exhortación “Evangelii gaudium”, es decir, “La alegría del
Evangelio”.
Este documento ha sido firmado por
el Papa Francisco el día 24 de noviembre, en el que se clausuraba el Año de la
Fe. Bien sabemos que, aun conociendo la tristeza que embargaba a sus discípulos
en la hora de la despedida, les prometía Jesús una alegría que nadie les podría
arrebatar (Jn 16, 22). Y San Pablo entiende la alegría como fruto del Espíritu,
justo después del amor (Gál 5, 22).
Sin embargo, a Nietzsche los
cristianos le parecíamos sepultureros. Seguramente no siempre hemos visto la
alegría como un don de Dios y como una virtud que hay que cultivar. Sería una
ingratitud hacia Dios despreciar las sanas alegrías que Él ha puesto en los
corazones humanos. Nada humano nos es ajeno,
como decía el poeta romano Terencio.
Como evocando el verso de aquel
esclavo, el Concilio Vaticano II afirma que “los gozos y las esperanzas, las
tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los
pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y
angustias de los discípulos de Cristo” (GS 1).
En una hermosa exhortación a la
esperanza, a los diez años de la clausura del Concilio, escribía el papa Pablo
VI: “La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer,
pero encuentra muy difícil generar alegría. Porque la alegría tiene otro origen.
Es espiritual. A veces no faltan el dinero, la comodidad, la higiene y la
seguridad material; pero el tedio, la aflicción y la tristeza forman parte, por
desgracia, de la vida de muchos”.
De forma semejante, el Papa
Francisco escribe ahora que “el gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y
abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del
corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de
la conciencia aislada”.
En vísperas de la Navidad del año
2008, Benedicto XVI nos decía que “ante el belén, podremos gustar la alegría
cristiana, contemplando en Jesús recién nacido el rostro de Dios que por amor
se acercó a nosotros”.
Así pues, no podemos confundir la
alegría con las satisfacciones inmediatas. Tampoco podemos encerrarnos en el
regusto de una pretendida alegría individualista que ignore el sufrimiento de
nuestros hermanos. Hemos de vivir con la alegría que el ángel anunciaba a los
pastores que pasaban la noche al raso en los campos de Belén.
El anuncio es la clave. Porque “la
alegría del Evangelio que llena la vida de la comunidad de los discípulos es
una alegría misionera”. Ese es el camino que nos señala el Papa Francisco:
transmitir con alegría la Buena noticia que hemos recibido.
José-Román Flecha Andrés
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