La compasión activa que desarrolla Jesús de Nazaret incomoda no poco a
sus enemigos, y en el lenguaje del tiempo de Jesús, el poder desplegado
por él sobre los demonios es para sus detractores síntoma cierto de
locura. Para Jesús, no obstante, es señal de la decadencia de la vieja
religión y, al tiempo, de que ha llegado la salvación a todos y el
consuelo a los que sufren.
Este poder que viene del Padre es compartido
por todos los testigos del Reino. Ser impermeables a la presencia y
recados de Jesús viene catalogado en el texto como pecado contra el
Espíritu, pues es éste quien impulsa la práctica salvadora de Cristo. Y
bien al contrario, aceptar y seguir al Maestro de Galilea es
reconocimiento patente de su plan de salvación y manifestación explícita
de formar parte de la gran familia del Nazareno, guiada siempre por el
Espíritu. Jesús sigue, así, la pauta de los profetas; cuando el mensaje
incomoda resulta de lo más fácil acallar al mensajero, eliminar al
profeta, desautorizar su presencia pues poder y fuerza humana no
manifiesta. Pero, como todo profeta, cuando pone de relieve la vitalidad
del espíritu, el encanto de la verdad, la paradójica consistencia de su
palabra, la lucidez de su coherencia… como en el caso de Jesús de
Nazaret, las acusaciones suenan a trampas en el solitario.
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