Amanda Tipton Photography
Vivir en la verdad es lo
que le da sentido a todo. La mentira no nos deja vivir, nos limita, nos
esclaviza.
Sin embargo, no siempre nos es tan fácil enfrentar la verdad, vivir con ella. Cuando cometemos errores queremos ocultarlos. Cuando no nos aceptamos como somos, fingimos ser distintos. Cuando no somos aprobados por el mundo, nos escondemos detrás de una máscara, de una imagen, de un rostro perfectamente diseñado.
¡Qué difícil ser veraces, honestos, fieles a nosotros mismos, auténticos, aunque ser así nos traiga problemas!
A veces la verdad puede afear nuestra apariencia. Nos priva del halago y de la admiración. Nos importa parecer mejores de lo que realmente somos, cuidar nuestra imagen, responder a la expectativa de los que nos contemplan.
Sí, nos cuesta aceptar la verdad como es, sin maquillajes. Aceptar lo que somos, nuestra originalidad, con sus talentos y deficiencias, con sus fuerzas y debilidades. Aceptar que hay cosas que no logramos y otras que no podemos vivir.
Nos cuesta ser diferentes a otros o no estar a la altura de aquellos a los que admiramos y esperan tanto de nosotros. No es sencillo reconocer los límites y vivir con ellos sin quejarnos. Aceptar lo que son los demás. Sin querer cambiarlos.
Aceptarlos en su verdad sin querer conocerlo todo sobre ellos. Lo que sueñan, lo que son. Lo que piensan, lo que sienten. Dámaso Alonso quiere saberlo todo de un río en un poema: «Yo me senté en la orilla; quería preguntarte, preguntarme tu secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven; y que cada uno nace y muere distinto. Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives. Dímelo, río. Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras; qué instante era tu instante, cuál de tus mil reflejos, tú; yo quería indagar el último recinto de tu vida, tu unicidad, esa alma de agua única».
La verdad mía y la de los otros. La verdad que mostramos y la que ocultamos. Vivir en mi verdad y aceptar a los demás en su verdad. Sin miedo. Con respeto. Porque en el otro, en su corazón sagrado, está su verdad escondida, lo que es en lo más profundo. Sorprendidos ante su verdad nos descalzamos admirados.
El misterio de la vida de los hombres siempre me sobrecoge. Me arrodillo descalzo ante lo sagrado, cauto, aguardando. Ante esa morada íntima donde Dios camina. Allí donde se esconde la verdad más sagrada. La piedra confiada por Dios como un gran tesoro. Allí no tenemos derecho a entrar.
Sólo atisbamos el misterio. Sin pretender penetrar en lo más íntimo. Abismándonos ante ese misterio que sólo Dios conoce. Su verdad. Mi verdad. La verdad de Dios en nosotros. Esa verdad que es el reflejo de la verdad de Dios.
Porque somos la morada en la que Él habita. En la que se hace visible y se oculta a los hombres. Sí, en mi propio misterio está el misterio de Dios. En mis sombras sus sombras. En mi luz su luz. Como las aguas del río que tiemblan hacia el mar. Llevando en su interior, casi sin saberlo, la luz del océano que ya sueñan.
Sin embargo, no siempre nos es tan fácil enfrentar la verdad, vivir con ella. Cuando cometemos errores queremos ocultarlos. Cuando no nos aceptamos como somos, fingimos ser distintos. Cuando no somos aprobados por el mundo, nos escondemos detrás de una máscara, de una imagen, de un rostro perfectamente diseñado.
¡Qué difícil ser veraces, honestos, fieles a nosotros mismos, auténticos, aunque ser así nos traiga problemas!
A veces la verdad puede afear nuestra apariencia. Nos priva del halago y de la admiración. Nos importa parecer mejores de lo que realmente somos, cuidar nuestra imagen, responder a la expectativa de los que nos contemplan.
Sí, nos cuesta aceptar la verdad como es, sin maquillajes. Aceptar lo que somos, nuestra originalidad, con sus talentos y deficiencias, con sus fuerzas y debilidades. Aceptar que hay cosas que no logramos y otras que no podemos vivir.
Nos cuesta ser diferentes a otros o no estar a la altura de aquellos a los que admiramos y esperan tanto de nosotros. No es sencillo reconocer los límites y vivir con ellos sin quejarnos. Aceptar lo que son los demás. Sin querer cambiarlos.
Aceptarlos en su verdad sin querer conocerlo todo sobre ellos. Lo que sueñan, lo que son. Lo que piensan, lo que sienten. Dámaso Alonso quiere saberlo todo de un río en un poema: «Yo me senté en la orilla; quería preguntarte, preguntarme tu secreto; convencerme de que los ríos resbalan hacia un anhelo y viven; y que cada uno nace y muere distinto. Quería preguntarte, mi alma quería preguntarte por qué anhelas, hacia qué resbalas, para qué vives. Dímelo, río. Ah, loco, yo, loco, quería saber qué eras, quién eras; qué instante era tu instante, cuál de tus mil reflejos, tú; yo quería indagar el último recinto de tu vida, tu unicidad, esa alma de agua única».
La verdad mía y la de los otros. La verdad que mostramos y la que ocultamos. Vivir en mi verdad y aceptar a los demás en su verdad. Sin miedo. Con respeto. Porque en el otro, en su corazón sagrado, está su verdad escondida, lo que es en lo más profundo. Sorprendidos ante su verdad nos descalzamos admirados.
El misterio de la vida de los hombres siempre me sobrecoge. Me arrodillo descalzo ante lo sagrado, cauto, aguardando. Ante esa morada íntima donde Dios camina. Allí donde se esconde la verdad más sagrada. La piedra confiada por Dios como un gran tesoro. Allí no tenemos derecho a entrar.
Sólo atisbamos el misterio. Sin pretender penetrar en lo más íntimo. Abismándonos ante ese misterio que sólo Dios conoce. Su verdad. Mi verdad. La verdad de Dios en nosotros. Esa verdad que es el reflejo de la verdad de Dios.
Porque somos la morada en la que Él habita. En la que se hace visible y se oculta a los hombres. Sí, en mi propio misterio está el misterio de Dios. En mis sombras sus sombras. En mi luz su luz. Como las aguas del río que tiemblan hacia el mar. Llevando en su interior, casi sin saberlo, la luz del océano que ya sueñan.
Padre Carlos Padilla .
En mi propio misterio está el misterio de Dios
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