Una tentación imprudente es asumir que nos corresponde a nosotros solos, con nuestros propios recursos solucionar las “tormentas interiores”
Todas las épocas traen sus complejidades. Pero una característica creciente de la nuestra es la distracción, promovida por un sinfín de estímulos; se hace cada vez más difícil cultivar el mundo interior, buscando sosiego para dialogar con uno mismo.
Aquel coloquio se convierte en un ejercicio incómodo. Descubrimos muchas veces la carencia de silencio y objetividad para confrontar nuestra realidad. Incluso se puede suscitar una sutil desconfianza en el auxilio de Dios, o en la ayuda que podemos recibir de tantas personas que han confrontado sus dificultades, buscando la guía del Señor Jesús. Esta realidad genera una notable fragilidad frente a los problemas de cualquier naturaleza.
En un reciente diálogo con alumnos de los colegios pontificios de Roma, el Papa Francisco aludió precisamente a las «turbulencias» y a las situaciones conflictivas que uno confronta cotidianamente.
En este caso preguntaron al Santo Padre qué hacer para permanecer fieles a la vocación. «¡Estar vigilantes!», respondió tajantemente Francisco. Pero antes de resaltar situaciones externas, el Papa aludió a la vida interior, recordando que la vigilancia «es una actitud cristiana» que cala hondo en la espiritualidad1.
Pero, ¿de qué vigilancia se trata? Aquella que comienza por mirarse a uno mismo, aunque no en sentido narcisista. Más bien ejerciendo aquella máxima: «Yo soy el primer campo de apostolado».
La vigilancia personal parte de una pregunta fundamental: «¿Qué sucede en mi corazón? Dado que donde está mi corazón está mi tesoro. ¿Qué sucede allí?
Dicen los Padres orientales que se debe conocer bien si mi corazón está en una turbulencia o mi corazón está tranquilo».
El Santo Padre señalaba que si se está en turbulencia, «no se puede ver qué hay dentro. Como el mar, no se ven los peces cuando el mar está así».
El ejemplo al que alude el Papa es sumamente didáctico y realista. En el océano agitado y oscurecido por la bruma, poco o nada puede observarse. Ya había ocurrido con los Apóstoles en la barca, en el Lago Tiberíades, cuando en medio de la tempestad increparon al Señor Jesús para que los librara del peligro, olvidando que estaban con el Salvador, y que las tormentas eran pasajeras.
Pero ellos, como suele suceder también en circunstancias parecidas, perdieron la perspectiva, la confianza en Jesús, exigiendo una solución inmediata a su turbación. También olvidaron que Dios tiene sus tiempos y su pedagogía (Mt 8,23ss).
Hay que tener presente que las turbulencias están ligadas al abatimiento, cuando toda nuestra perspectiva se vuelve gris. Todo parece estar dominado por el desánimo, la tristeza y la honda pesadumbre del alma.
El abatimiento favorece la fragilidad intrínseca, alentando juicios sumamente duros y poco caritativos sobre uno mismo y la realidad.
Luis Fernando Figari describía estos problemas como un «arco significativo» que iba «de lo espiritual a lo corporal, pasando por lo psíquico». Enumeraba «ideas como las de vacío existencial o indiferencia emocional, desabrimiento, carencia de motivación, apatía, tibieza, un sentimiento de asfixia o derrota, desubicación, etc.»2.
El desánimo nos conduce por caminos de susceptibilidad y de autocastigo injustificados. «Toda la atención del abatido queda polarizada por la vida interior; todo lo que se refiere al interior se hace molesto», sostiene M. Caprioli. «En el interior del alma sólo hay tristeza y desconsuelo contra los que no se combate, abandonándose sin voluntad ni coraje a una muda desesperación. A menudo no se lamenta de lo que ha pasado, sino de lo que está a punto de suceder
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