Mi adiós a Juan Miguel Lamet

Juan Miguel Lamet

He dedicado muchas horas este verano a la contemplación del mar. Como otros años me he retirado a escribir en solitario a un pueblo de pescadores del Algarve y luego a unas cortas vacaciones con la familia en Conil (Cádiz). El mar me devuelve la energía primera, la de mi infancia y mi vocación. Para mí sigue siendo el símbolo más perfecto de la divinidad. Lo miro sin conceptualizarlo, simplemente llenando la mirada de su plenitud.
Entonces poco a poco va desapareciendo mi yo, y mi alma se sumerge en el todo al que pertenecemos, del que venimos y al que vamos, o mejor del que ya somos. Casi todas nuestras preocupaciones parten del “yo-personaje”, el que creemos ser (una identidad exterior formada por la personalidad, las cualidades, los defectos, las aficiones, los deseos, la figura privada y pública que nos hemos formado durante la vida). Pero no somos eso. Hay algo más íntimo y profundo, un remanso interior donde estamos bien, un hontanar de luz que es nuestra verdadera y auténtica esencia.
Desprenderse del “yo pequeño” para descubrir ese “yo grande” es la tarea de cualquier camino profundo de espiritualidad. La renuncia de uno mismo que enseña Jesús no es una mutilación de mi mismo, ni la cruz una vía negativa. Cuando disminuyo ese personajillo, va amaneciendo esa paz que no tiene límite, esa conexión a la raíz, y te das cuenta de que ninguno de tus frutos o flores están desconectadas del Árbol de la Vida, del que eres sólo una rama, a veces olvidada de su savia.
Cuando me encontraba en Conil con mis hermanos, nos llegó la noticia que nuestro primo hermano Juan Miguel Lamet, hombre de cine, productor, guionista, que fue director general de cinematografía unos años y luego un gran profesor de guión en la Escuela muy querido y admirado por sus alumnos, había muerto. La muerte le sorprendió en Madrid una mañana en pleno agosto, como dice el Evangelio, de improviso, como ladrón.
Juan Miguel estuvo muy ligado a mi vida de adolescente, pues compartíamos cuarto, cuando desde Cartagena se trasladó a Madrid para hacer unas oposiciones de abogacía, como quería su padre. Pero el cine pudo más y las perdió. No olvidaré cómo lloraba mirando la calle desde ventana del salón de casa. A él en gran parte le debo mi afición a la literatura. Recuerdo que me recomendó las primeras lecturas de Azorín y otros autores del 98, y un libro que para un adolescente muy pío, congregante mariano como yo, iba con segundas. Recuerdo que se titulaba “El hijo fiel” y estaba publicado por la colección Remanso. Trataba del hijo fiel de la parábola del Hijo Pródigo y era muy crítico, ya entonces, con los“buenos de dentro”, los católicos de toda la vida, muchas veces intransigentes con los pródigos, que al tocar fondo se acercan más a la verdad.
Luego nuestros caminos divergieron. Él se dedicó al cine e incluso se casó con una bellísima actriz, María Massip, que fallecería de cáncer años más tarde. Yo me hice jesuita. Pero con escaso contacto personal coincidimos con el tiempo en el amor al cine, él como profesional, yo como crítico,   actividad que no dejé nunca junto al periodismo y los libros. Tanto que a veces nos confundían por el parecido del nombre. Él solía decir: “No, ese es el cura”.

Era un intelectual muy escéptico, sobre todo hacia la Iglesia, pero nunca dejó de leer la Biblia y de interesarse por temas religiosos. Difícil de carácter, pero con gran sentido del humor y dedicación ética a su trabajo. De eso sabe más nuestro común amigo el realizador  Fernando Méndez Leite, que compartió cátedra y amistad con él los últimos años. Curiosamente le apasionaban la vidas de santos, que compraba en El Rastro y había una película que le fascinaba Ordet (La Palabra) de Dreyer, donde un loco que se cree Jesucristo consigue resucitar a su hermana. Decía que era la única película que conseguía que te creyeras un milagro. Comparto esta opinión.
Cuando celebré por él la eucaristía en el tanatorio de Madrid, antes de la cremación, evoqué algunos momentos de su vida y cómo en los últimos años, según testimonio de su hija María, llegó a comprender que la muerte es parte de la vida, como de un todo. Quizás el cine, como el teatro y el sueño (Calderón) es una buen imagen de este pasar, igual que aquellas películas de celuloide que cuando se cortaban durante la proyección, sólo quedaba la pantalla llena de luz. Vivimos en la apariencia, como en una peli. Pero somos eso luz, luz proyectada en tiempo, y pasaremos a ser parte de esa Luz que nunca hemos dejado de ser.
Durante las vacaciones veía a la gente correr de un lado para otro con ansias de “ser feliz”. Pero se me antojaban zombies, marionetas de un guiñol manejadas por los hilos de los deseos que incitan los dueños del mundo sin sentirse ni sqaber sómo son por dentro.
Me fui a ver la última puesta de sol sangrante en el mar y vi a Juan Miguel, eternamente joven, paseando de la mano de su esposa María, igual que el sol se hunde rojo en el poniente. “El mar, la mar, y no pensar en nada”.
 
El funeral público por Juan Miguel Lamet se celebrará en Madrid el 10 de septiembre en el templo del Sagrado Corazón y San Francisco de Borja (jesuitas) de la calle Serrano el  próximo 10 de septiembre.

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