Autonomía, libertad para
hacer lo que quiero...
llamémoslo por su nombre: egoismo
No queremos que nos inquieten, que nos quiten la paz, nuestro espacio protegido y anhelado. Especialmente en vacaciones
Sí, la verdad es que muchas veces somos egoístas.
¡Cuántas veces pensamos sólo en nuestro interés, en lo que nos conviene! Nos
olvidamos de las necesidades de los demás, miramos hacia adelante y seguimos
nuestro camino.
Hace un tiempo leía una afirmación que revela muy bien
esta actitud egoísta:
«Era innegable que había vivido mi vida
conforme a esa máxima: mira hacia otro lado. No preguntes nada. Y, por lo que
más quieras, no des tu opinión».
Mirar hacia otro lado, no comprometernos, no
involucrarnos. Vivir así es egoísta. Juan Pablo II les hablaba a los jóvenes en
1989 de la aparente libertad que ofrece el mundo: «Una autonomía
total, una ruptura de toda pertenencia en cuanto criaturas e hijos, una
afirmación de autosuficiencia, que nos deja indefensos ante nuestros límites y
debilidades, solos en la cárcel de nuestro egoísmo, esclavos del ‘espíritu
de este mundo’, condenados a la ‘servidumbre de la corrupción’ (Rm 8, 21)».
A veces nos dejamos seducir por esa libertad y
autonomía que ofrece el mundo. Una libertad de un Dios exigente y demandante.
Una autonomía de los hombres en la carrera de la vida. Una autonomía
autorreferente que nos lleva a querer proteger nuestro espacio y vivir
tranquilos en nuestras cosas, sin que nadie perturbe nuestra paz.
Por eso decimos, sin ningún pudor, cuando deseamos
poseer algo o realizar algún plan atractivo: «Tengo derecho. Me lo
merezco». Y así nos justificamos y disfrutamos de la vida
sin preocuparnos de cómo están los demás, evitando que nos molesten, reservando
ese tiempo sagrado con el que saciamos nuestra sed.
La codicia, el deseo de poseer, de tener más, nos
hacen egoístas. Y lo somos cuando sólo pensamos en nuestros deseos. No queremos
que nos inquieten, que nos quiten la paz, nuestro espacio protegido y anhelado.
Especialmente en vacaciones este sentimiento se hace más fuerte. No queremos
que turben la tranquilidad soñada, no queremos que echen a perder nuestros
planes.
A veces ponemos excusas piadosas o aparentemente
desinteresadas para proteger nuestro mundo. Pero, si somos sinceros, muchas
veces la verdadera intención que nos mueve es el egoísmo. El aparente altruismo
se transforma en una descarada búsqueda del propio interés.
Durante el año, cuando nos toca trabajar y obedecer,
queda poco tiempo libre para tomar decisiones. Vamos respondiendo a las
demandas de la vida, de los demás. Los compromisos son muchos y nos absorben.
Las exigencias de los hijos, del trabajo, del apostolado, de la vida social,
nos pesan.
Simplemente nos dejamos llevar y no cuestionamos nada.
Pero luego, en nuestros espacios de tiempo libre, allí donde sí podemos
decidir, es entonces cuando sale a flote nuestro egoísmo. Llevamos cargando
responsabilidades y no queremos que también nos echen a perder nuestro
tiempo libre.
Puede que el pecado que con más frecuencia confesamos
sea el egoísmo. Nos sentimos egoístas, egocéntricos, algo ególatras,
autorreferentes. Pensamos antes que nada en nuestro interés, en nuestro bien,
en lo que nos afecta.
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