Se nos mezclan en la imaginación la
ternura y la pobreza, el frío y la calidez, la emoción y el miedo.
Todo depende de dónde ponga uno el acento, si en una contemplación
realista de la escena (un parto poco menos que a la intemperie), o en una
mirada espiritual a la buena noticia escondida tras la miseria (el Dios niño
que viene a darle la vuelta a la lógica del mundo).
Y es que algo de
todo esto hay en el pesebre: el dolor y la dicha, la cruz y la cara.
En el pesebre… - La cruz
«Y dio a luz a su hijo primogénito. Lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre, porque no habían encontrado sitio en la posada.» (Lc 2, 7)
Que ya desde el Nacimiento se apunta esa cruz de la historia, de la vida, de la encarnación. Dios que se hace muy pequeño, y no elige para nacer los salones de gala, las clínicas modernas o los hospitales llenos de seguridades de nuestros tiempos; elige un tiempo de pobreza, y un lugar al margen del imperio.
Elige una familia humilde. Elige la incertidumbre frente a tenerlo todo asegurado. Porque sabe que solo ahí, en la cuneta de los caminos, tendrán acceso a él los desheredados de la historia. Y esa ser, una y otra vez, su manera de estar en la vida y en el mundo.
En los márgenes. En el pesebre…
Piensa, por un instante, en la dificultad, la sombra, la «cruz» de la Navidad… Para no caer en una visión edulcorada del compromiso de Dios con nosotros.
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