EL SILENCIO
En un mundo marcado por el ruido y la prisa, se percibe cada día la nostalgia del silencio. No el silencio impuesto por los tiranos de turno, sino el silencio que nace en la persona deseosa de encontrarse con lo mejor de sí misma.
El silencio es penoso cuando es el signo de la esclavitud de quien no tiene libertad para manifestarse, o cuando demuestra la incapacidad para establecer unas relaciones armoniosas con los demás.
También ante Dios vive el hombre en silencio cuando no escucha la voz de Dios en los acontecimientos de la historia o cuando se cierra al diálogo, suplicante y agradecido, con un Dios al que considera lejano.
Pero el silencio libremente buscado ayuda a la persona a encontrar su palabra más honda. El silencio es la única palabra que es dado pronunciar en los momentos más inefables. Lo más hondo del sentimiento no encuentra nunca palabras.
EL SILENCIO DE DIOS
El relato bíblico de la vocación de Samuel nos sitúa en un tiempo en que “era rara la palabra de Yahvé” (1 Sam 3,1). Y, al mismo tiempo nos lleva a vivir el silencio de la noche, en el que un niño escucha la voz de Dios.
Para un pueblo que ama la palabra de Dios, significa una dura prueba que él reduzca a la mudez a sus profetas (Ez 3,26). Es un escándalo que Dios se calle cuando el impío aplasta al justo (Hab 1,13) o no responda a las súplicas de los suyos (Job 30,20). Así clama el salmista: “Señor, no te estés callado, en silencio e inmóvil, Dios mío, mira que tus enemigos se agitan y los que odian levantan la cabeza” (Sal 83, 2-3). “Dios de mi alabanza, no estés callado, que una boca perversa y traicionera se abre contra mí” (Sal 109. 1-2).
El silencio de Dios ante la injusticia humana se percibe a veces como un signo de su lejanía. Es como si Dios abandonase a los justos perseguidos y humillados (cf. Sal 35,22). Tanto al desterrado, que sólo anhela volver a ver a Dios en su templo santo, como al pueblo que se siente vencido y humillado, sus adversarios le preguntan burlones: “¿Dónde está tu Dios?” (Sal 42,4.11; 79,10; 115,2).
Sin embargo, en el silencio se manifiesta la presencia y la protección de Dios. Dios no se reveló a Elías en el huracán, ni en el terremoto ni en el fuego. Sólo se le mostró en “el susurro de una suave brisa” (1 Re19,12) que, con todo, preparaba al profeta para recibir orientaciones tremendas para la suerte de su pueblo.
El silencio es también en la Biblia el signo de la misericordia paciente de Dios con un pueblo que se olvida de él (Is 57, 11). Por eso, ante el espectáculo del templo profanado e incendiado, sus fieles se preguntan si Dios se callará y los humillará sin medida (Is 64,11).
Con todo, el salmista anuncia con esperanza: “Desde Sión la hermosa, Dios resplandece: viene nuestro Dios, y no callará” (Sal 50, 2-3).
EL SILENCIO HUMANO
En la memoria de Israel aparecen también las alusiones al silencio humano. Es interesante la leyenda de los cuatro leprosos que consideran injusto guardar silencio y no dar al pueblo la buena noticia de la liberación que todos están esperando (2 Re 7,9).
Hay un silencio impuesto por la cínica presunción del joven Elihú. Orgulloso de sus conocimientos y de su dialéctica, pretende él que Job escuche los razonamientos con los que quiere explicarle el misterio de la justicia de Dios (Job 33,33).
En alguna ocasión el silencio refleja el arrepentimiento de la propia culpa y el reconocimiento del castigo merecido por el pecado: “Mientras callé se consumían mis huesos, rugiendo todo el día, porque día y noche tu mano pesaba sobre mí” (Sal 32,7-8).
En otras ocasiones el silencio muestra la prudencia de quien no quiere revelar su dolor y sólo está dispuesto a manifestarlo ante el Señor: “Yo me dije: vigilaré mi proceder, para que no se me vaya la lengua; pondré una mordaza a mi boca, mientras el impío esté presente. Guardé silencio resignado, no hablé con ligereza. Pero mi herida empeoró, y el corazón me ardía por dentro; pensándolo, me requemaba, hasta que solté la lengua”. (Sal 39, 2-4).
Es famoso el verso del Eclesiastés en el que se advierte que “tiene su tiempo el hablar y su tiempo el callar” (Ecl 3,7). Las tradiciones sapienciales aconsejan el silencio: “En las muchas palabras no faltará pecado; quien reprime sus labios es sensato” (Pro 10,19). Más expresivas aún son las reflexiones sobre el silencio como signo de prudencia y de sabiduría: “Hasta al necio, si calla, se le tiene por sabio, por inteligente si cierra los labios” (Pro 17,28).
De todas formas, también el silencio está abierto a diversos significados: “Hay silencioso tenido por sabio, y quien se hace odioso por su verborrea. Hay quien se calla por no tener respuesta, y quien se calla porque sabe su hora. El sabio guarda silencio hasta su hora, mas el fanfarrón e insensato adelanta el momento” (Sir 20,5-7).
EL SILENCIO Y LA PALABRA
Apenas abierto el evangelio de Lucas, nos sorprende la figura de Zacarías. Como Daniel había quedado sin palabras al escuchar la revelación sobre los últimos días (Dan 10,14), este sacerdote queda mudo al oír que han llegado los días de la salvación. Su silencio anticipa la aparición de Juan, cuyo nombre significa: “Dios tiene misericordia” (Lc 1, 63-64).
También José de Nazaret se nos presenta como el hombre justo, que, sumido en el silencio, escucha y acepta el proyecto salvador de Dios que se hace realidad en Jesús. María, su esposa, acoge la palabra de Dios y la medita en el silencio de su corazón (Lc 2,19.51).
Jesús nace en el silencio de la noche y en el silencio de Nazaret transcurre la mayor parte de su vida. Al iniciar su vida pública, al silencio del desierto se retira para hacer consciente su fidelidad al proyecto de Dios. Y en el silencio de la noche se encuentra muchas veces con el Padre celestial (Mc 1,35; Lc 6,12).
Según los textos evangélicos, el que es la Palabra de Dios impone silencio a los espíritus del mal (Mc 1,35) y al bramido del viento y el azote de las olas (Mc 4,39). A veces el mismo Jesús opta por guardar silencio ante la dureza de corazón de los que se niegan a reconocer la hora de la salvación (cf. Mc 11,33).
De todas formas, la hora cumbre del silencio de Jesús está marcada por su proceso. Jesús no responde a las acusaciones de los falsos testigos (Mt 26, 62-63), ni ante las burlas de Herodes (Lc 23,9), ni ante algunas preguntas de Pilato (Mt 27,14).
En la cruz no sólo se muestra el silencio de Jesús que acepta la muerte, sino también el silencio del Padre que aparentemente abandona a su Hijo (Mc 15,34). Un silencio que preanuncia el del primer día de la semana, en el que las mujeres descubrirán el sepulcro vacío (Mc 16, 1-8). En esa mañana, el silencio y el llanto de María Magdalena se convertirán en el anuncio de la gran noticia: “He visto al Señor” (Jn 20,18).
José-Román Flecha Andrés
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