Dios no nos ama porque seamos fuertes. Tampoco porque nos consideremos unos fracasados. Dios nos ama porque “somos”. Nos acepta y nos abraza así. Aceptar esto nos llevará toda la vida. La tendencia humana, como le sucedió a San Ignacio en tantas ocasiones, es a no rendirse jamás y a luchar siempre hasta el final.
Pero esto no es incompatible con abrazar las debilidades propias, después de conocerlas y aceptarlas. Porque la pregunta no es si somos lo suficientemente fuertes para afrontar los retos y las encrucijadas de la vida o si lo somos para levantarnos después de una caída.
La pregunta es si, como creyentes, somos lo suficientemente débiles para aceptar que no todo depende de nosotros. Buscar que Dios pueda tener la última palabra en nuestra vida choca con la propia esencia humana, con esa libertad mal entendida, con esa providencia que no terminamos de creernos.
Ojalá podamos fiarnos de un Dios que va por delante de nosotros, que nos invita día a día en nuestras elecciones a seguir sus pasos, a caminar tras Él, y a fiarnos sin medida.
Pero esto no es incompatible con abrazar las debilidades propias, después de conocerlas y aceptarlas. Porque la pregunta no es si somos lo suficientemente fuertes para afrontar los retos y las encrucijadas de la vida o si lo somos para levantarnos después de una caída.
La pregunta es si, como creyentes, somos lo suficientemente débiles para aceptar que no todo depende de nosotros. Buscar que Dios pueda tener la última palabra en nuestra vida choca con la propia esencia humana, con esa libertad mal entendida, con esa providencia que no terminamos de creernos.
Ojalá podamos fiarnos de un Dios que va por delante de nosotros, que nos invita día a día en nuestras elecciones a seguir sus pasos, a caminar tras Él, y a fiarnos sin medida.
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