Nos hemos apoderado de la vida, la consideramos una posesión, un derecho, una exigencia. Y se nos olvida la dimensión de pura donación. “¿Qué tienes que no hayas recibido?” (1Cor 4,7), pregunta san Pablo a los cristianos de Corinto. Y es lo que pregunta a la humanidad que camina en nuestro tiempo.
Los avances tecnológicos, las distancias acortadas por los poderosos medios de comunicación, nos hacen poner la confianza en la obra de nuestras manos. Pero sabe el buen Dios que en la vida hay bajaditas, hay situaciones que nos superan por todos los lados. La incapacidad de vencer la dolorosa enfermedad, los conflictos de las relaciones humanas que empequeñecen el corazón y nos lo devuelven asustado y triste. La incertidumbre radical de un futuro que no somos capaces de controlar.
En definitiva, la experiencia diaria del límite. Puedo vivir de espaldas a la decadencia que me habita, negando lo imposibilitados que estamos de dar respuestas convincentes a las encrucijadas de nuestra vida. O por el contrario podemos hacer uso de una de las capacidades más humanas que nos identifican: el pedir y suplicar...
Aprender a permanecer en su amor tiene que ver con dejar de vivir a golpe de impulsos, de prisas, de urgencia y calmar el corazón para despertar a lo regalados que somos. La dimensión contemplativa de nuestros días se debe volver una prioridad en nuestros horarios. El tiempo solo es valioso si lo invertimos en caminos de verdad, de entrega, de generosidad. La dispersión, la toma de decisiones, que solo busca dar respuesta a lo inmediato, nos agota, nos confunde y nos deja con el mal sabor de boca de quien no sabe adónde dirigir sus pasos.
Vicente Esplugues Ferrero
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