En las esperas a veces se nos olvida mantener el fuego encendido. La parábola de las diez vírgenes nos lo recuerda.
Quizás nos pasemos la vida esperando y no disfrutando de los encuentros que nos regala. Muchas veces vivimos en el anhelo de lo siguiente, de un futuro que soñamos y que, a veces, cuando llega, no responde a nuestras expectativas. En estas esperas indefinidas se nos va gastando el aceite de las lámparas, nos vamos gastando nosotros mismos.
La necedad es lo que nos propone este dinamismo del utilitarismo en el que estamos instalados. También la cultura del usar y tirar, de sacar el máximo rendimiento propio a costa de cosificar también a las personas que nos rodean. En todo ello vamos vaciándonos de una manera necia.
Pero siguen existiendo lugares donde la luz sigue brillando y en los que el aceite rebosa. Son esos lugares invisibles que solo se perciben con el corazón, como nos diría el Principito. Y antes que él nos lo dijo Jesús, que no deja de ser la inspiración de ese pequeño personaje nacido de la imaginación de un aviador que siempre fue niño.
Los lugares invisibles suelen coincidir con personas especiales que los habitan. Son especiales porque la sensatez de su candil nos va señalando las cosas pequeñas que pasan desapercibidas. Realidades diminutas (como el grano de mostaza o una medida de levadura o una pequeña moneda extraviada) pero cargadas de eternidad. Lugares habitados donde el tiempo se hace más denso y palpable, donde los sentidos se agudizan, donde la amada llega a rozar e intuir más plenamente al amado. No están en montañas inaccesibles o en desiertos imposibles. Están en el cotidiano luminoso que no percibimos por las prisas o por el olvido de buscar lo perfecto que no existe. Es cuestión de sensatez de luz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario