Las redes trajeron apertura, eran como ventanas abiertas al mundo entero. Al instante te podías enterar de lo que estaba ocurriendo en cualquier lugar. Contado de primera mano, sin filtros ni intermediarios. Todos nos fuimos volviendo cronistas. Al mismo tiempo, se multiplicaban las opiniones. Lentamente se iban cruzando líneas que al principio parecían excesivas. La ira se empezó a infiltrar en corazones y mentes. Ira por todo lo que no nos gustaba. La crítica se volvió implacable. La diferencia se veía como enemistad. Y poco a poco, la entraña se nos endurecía. La estridencia reclamó su trono. Todo tenía que ser extremo. Era como si pensáramos y viviéramos en titulares. Impresionar parecía el único objetivo. Ser viral, la nueva religión. Egos desbocados cabalgaban por las autopistas de la información en una carrera contra la reflexión y el silencio.
¿Cuándo llegaría la hora de la calma? ¿Cuál sería el horizonte si en algún momento ese tsunami de furia y vanidad se retiraba? ¿Aprenderíamos, al fin, a mirarnos con cuidado, a escucharnos con atención, a interpretarnos con respeto, o seríamos ya para siempre prisioneros de este laberinto de soledades, en el que destrucción, verdad y mentira se confundían?
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