¿QUIÉN SOY YO PARA QUE EM VISITE LA MADRE DE MI SEÑOR?


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La visita de María a su prima Isabel la podemos ver reflejada en algunas de las actitudes que san Pablo pide a los cristianos de Roma.  
“Que vuestra caridad no sea una farsa… sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo”. María quería a su prima Isabel. Y como era un amor verdadero, se lo demuestra yendo a acompañarla en un momento delicado para ella, siendo cariñosa con ella, poniendo los intereses de su prima por encima de los suyos. Isabel necesitaba la presencia femenina de una persona amada. La caridad de María no es una farsa. Isabel, también persona guiada por el amor, agradece a María su gesto: “¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?”.
“Con los que ríen estad alegres; con los que lloran, llorad”. Isabel, la que seguro había llorado su esterilidad, se llenó de alegría porque en la vejez había concebido un hijo y María, desde su “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador”, quiso unirse a la alegría de su prima, acompañándola en la etapa final de su embarazo.
Pasando ahora al Magnificat, María en este canto, ante todo y sobre todo, reconoce agradecida las grandezas que Dios ha hecho en ella y las grandezas que el Señor, a través de ella, a través de Jesús, el Hijo de sus entrañas, ha hecho a toda la humanidad.
Todas las actitudes de María las podemos y debemos imitar. Quedándonos con las dichas en este comentario. Nuestro amor a los hermanos nunca debe ser una farsa. Siempre que esté a nuestro alcance les debemos echar una mano, debemos desearles, buscar y proporcionarles el bien que necesitan. Ojalá también nosotros sepamos vislumbrar cuándo las personas a las que conocemos necesitan nuestra visita, nuestra ayuda, nuestro consuelo, nuestra muestra de amor, nuestra palabra  y… las visitemos. Imitemos a María.
Debemos también imitar a María, alegrándonos con los que se alegran y manifestárselo. Para que ocurra esto, en nuestro corazón debe reinar la alegría, la alegría de ser seguidor de Jesús, la alegría de sentirse habitado por todo un Dios, la alegría de vivir con sentido y gozo la propia vocación… Un corazón habitado por la alegría se alegra de las alegrías de los demás. María se alegró de la alegría de Isabel. ¿Tenemos un corazón habitado por la alegría?
También hemos de imitar a María al reconocer las obras grandes que ha hecho en nosotros. Reconocer que todo en nuestra vida es un regalo de Dios, desde la vida hasta la vida eterna de la plenitud de felicidad, pasando por el regalo de su Hijo y todo lo que Él nos ha regalado y nos sigue regalando ya en este nuestro trayecto terreno. Imitemos a María.
Manuel Santos Sánchez

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