AMBICIÓN


Rafa Nadal acaba de ganar su undécimo Roland Garros. Otro hito del deporte que de tanto verlo año tras año nos llega a parecer fácil. No podemos negar que este tenista es especial. Más allá de lo técnico, destaca su humildad y sencillez, su capacidad de sacrificio y sus pocos enemigos –que no es lo mismo que rivales–. Pero quizás el rasgo que le ha llevado hasta aquí es su ambición. Un deseo de ganar que no le ha ahorrado sufrimiento y que le ha hecho conseguir no solo trofeos sino la admiración de todos.

Puede que cuando oímos que alguien es ambicioso, enseguida sentimos que nuestros oídos se cierran en banda. Porque sin quererlo consideramos que la ambición tiene que ver más con Wall Street que con el Reino de Dios. Es verdad que muchas veces esta palabra acaba en perdición, en injusticia y en corrupción de cualquier tipo. Sin embargo, qué sería de san Francisco Javier sj –y con él miles de misioneros– sin sus ansias de bautizar al mayor número de gente o de los cooperantes sin su empeño por dejar el cambiar la realidad. ¿Qué sería una familia sin alguien que tira del resto para que den lo mejor de sí o qué sería de los museos si no hubiese personas capaces de soñar la mejor obra de arte? Y cada uno podría revisar su historia y poner varios ejemplos. La ambición no es algo malo, el problema es el fin que oriente esta pasión.

Ojalá que nunca dejemos de ser ambiciosos. No de los que desean ser más ricos, más guapos, más exitosos o más poderosos. Se trata más bien de la sana ambición que cree que siempre hay más personas que ayudar, más lágrimas que enjugar, más amor que transmitir y en definitiva: mucho bien por hacer. Porque el Evangelio no está hecho para conformistas mediocres, sino para todo el que cree que se puede vivir siempre más plenamente, ya sea en la pista de tenis o en cada momento de la vida, porque solo quien vive con pasión puede cambiar el mundo.

















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