MARÍA, DANOS TU FE.


El Espíritu nos regala estas palabras, llenas de belleza y de consuelo, empapadas de dulzura y esperanza. Son un pórtico para entrar en la vida de María. Las decimos despacio, saboreándolas con el corazón, como quien se descalza ante el terreno santo de María.

Dios te salve, María,
llena de gracia,
el Señor es contigo.
Bendita eres entre todas las mujeres
y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
Santa María, Madre de Dios,
ruega por nosotros pecadores
ahora y en la hora de nuestra muerte.
Amén.  
Jesús, a quien no le ha quedado nada por darnos, nos dio a su madre: “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27). ¡Qué don tan inmenso! María, sin explicarnos cómo, se aparece en nuestra vida, se queda a vivir con nosotros, forma parte de nuestro vivir más hondo, es nuestro consuelo y esperanza, ¡es nuestra! El Espíritu mantiene viva su presencia en nuestros corazones.  
Estamos seguros de que allí donde se reza el avemaría con pasión, alegría y belleza, la vida es más profunda, más cuajada de sentido, más intensa. El avemaría puede parecer algo pequeño, repetitivo, pero en lo pequeño se encierra el misterio de Dios: belleza que salva al mundo. 
Dejemos que, ahora, la Estrella del Mar, Stella Maris, nos salude con su luz. Dejemos que María nos atraiga y nos lleve a aceptar a Jesús como luz, salvador y redentor. El camino hacia el evangelio de Jesús siempre comienza de la mano de María. Su amor de madre vence todo cansancio. Cada amanecer madruga para amasa nuestra harina y hacer de nosotros un pan que se entrega, como recuerdo vivo del evangelio.   
Pedro Tomás Navajas

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