La humildad es un signo de madurez psicológica y espiritual, de gran libertad interior. Antes que una serie de actitudes para adoptar, la humildad es un modo de ser y de relacionarse con los demás. Caracteriza al ser humano por el modo de aceptarse a sí mismo y de valorarse.
Para la tradición cristiana la humildad es centrarse en Dios y no en uno mismo, es aceptar que no soy el centro del universo y que no todo tiene que girar todo en torno a mí. La humildad la entendían los antiguos maestros de espiritualidad cristiana como un valiente conocimiento de sí mismo que nos hace más humanos y conscientes de nuestra pobreza y limitación, sin querer ser lo que no somos.
“Oh hombre, reconoce que eres hombre; toda tu humildad consiste en conocerte” (San Agustín). Quien es humilde quiere ser mejor, pero no se miente a sí mismo ni a los demás, vive en la verdad. No es pesimista, porque cree que puede cambiar. No es orgulloso, porque asume sus defectos abiertamente, sin dificultad.
Por otra parte, una persona realmente humilde se alegra por el bien ajeno y por la grandeza que le rodea, está libre de todo complejo y de compararse con otros. El humilde es libre, no necesita que le alaben o que le reconozcan, que le aplaudan o que le elogien sus virtudes, porque sabe quién es y cuál es su valor.
Por eso la verdadera humildad es fuente de confianza, de coraje y de libertad. Quien es humilde no mendiga el reconocimiento y no se desanima cuando le falta, porque su alegría no nace de la opinión ajena. En cambio, el orgullo es sensible a la crítica y se desanima fácilmente. Chesterton consideraba el humor como el fundamento natural de la humildad, porque quien sabe reírse de sí mismo es libre de toda forma de orgullo.
Las personas humildes hacen bien a los demás
La verdadera humildad, vivir en la autenticidad, hace que los demás se sientan a gusto con personas que no están a la defensiva tratando de imponerse artificialmente. Porque las personas humildes saben reconocer cuando se equivocan, saben pedir perdón, buscar ayuda y reconocer públicamente un error. El humilde vive sin miedo a la crítica, porque no necesita disimular ni proteger ninguna imagen falsa de sí mismo. Las personas humildes son agradecidas y empáticas, porque saben compadecerse de los límites ajenos.
No tener miedo de los propios errores, de verlos, de reconocerlos, nos hace capaces de crecer, de madurar. Cuando no sentimos la necesidad de imponer nuestra opinión o de tener siempre la razón, es cuando la humildad aparece en el corazón.
Gracias a esta virtud nos alegramos de poder escuchar a otros y recibir otros puntos de vista sin querer silenciarlos cuando se oponen a nuestras ideas o creencias. Las personas más sabias no suelen hacer alarde de lo que saben, en cambio quienes necesitan mostrarlo revelan su inseguridad y su orgullo.
La verdadera humildad nos hace más humanos, más libres y agradecidos.
Aleteia
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