EL LABERINTO DE LA COMPARACIÓN


“Eres incomparable” es una frase que podría decirse a cada persona habitando la tierra. No hay, ni ha habido, ni habrá otra persona justamente como nosotros mismos. Pero a pesar de que nuestra sociedad celebra cada vez más la individualidad, es fácil caer en la tentación de compararnos con los que nos rodean.

El comparar en sí no es algo malo. De hecho, es algo muy humano. La comparación nos puede llevar por el camino de la admiración y el deseo de superarnos cuando encontramos a alguien que posee aquello que deseamos ver en nosotros. Puede llevarnos también por el camino de la compasión y la disponibilidad cuando encontramos a alguien a quien podríamos ayudar con nuestros dones. Sin embargo, se vuelve un peligro cuando medimos nuestro propio valor en comparación con los demás. Esto nos lleva por un laberinto donde reina la soledad y la desesperanza.

El laberinto de la comparación tiene dos entradas, a cuál más desoladora. Por una vamos los que solemos pensar que todo el mundo está mejor que nosotros. “Él es mucho más inteligente que yo” “ella sí que sabe lo que hace” “él es tan fuerte” “qué vida tan feliz vive ella” 
Por la otra vamos los que enaltecemos nuestras propias cualidades y reducimos a los demás. Los que vamos por esta solemos pensar, “¿quién cómo yo?” y caminamos enfocados en todos nuestros méritos. Al encontrarnos con alguien que aparenta tener más de algo que nosotros mismos, nos justificamos diciendo algo así como, “es mejor que yo en esto, pero yo le gano en esto otro”. O bien fijamos la mirada en alguien “inferior” y en esa comparación buscamos algo de satisfacción y seguridad. “No seré el más listo, pero al menos soy más listo que mi compañero”.

Vivir de comparación en comparación nos da un concepto distorsionado de la realidad. Nos concentramos en lo que no tenemos e idealizamos a los demás o bien exageramos nuestras propias virtudes y minimizamos las de los otros. Estas dinámicas de comparación pueden ser de lo más sutil – a veces solamente un sentimiento muy interior que jamás pondríamos en palabras. Y sin embargo tienen el mismo efecto de llevarnos por aquel laberinto.

¿Cómo se sale de él? Para salir del laberinto, es preciso mirar con ojos claros todo lo que tenemos y no solamente aquello que es deseado. Sí, tengo esta y otra cosa que es favorecida por los demás, pero también tengo miedos, inseguridades, heridas del pasado. 
Cuantas veces no nos hemos quedado sorprendidos cuando alguien a quien idealizábamos o incluso envidiábamos nos muestra su lado vulnerable. Es allí cuando comprendemos que dentro de cada persona hay mucho más de lo que las apariencias y nuestras propias disposiciones e inseguridades nos permiten ver. Pero es allí también donde nosotros, habiendo aceptado nuestras propias “deficiencias” podemos ofrecer apoyo, comprensión y acompañamiento.

Salir del laberinto de la comparación significa aceptar la realidad: el valor que tanto anhelamos no se alcanza ni por nuestros méritos ni por nuestros juicios que tantas veces pueden ser errados. Se alcanza, o más bien, se siente cuando miramos con los ojos de aquel Dios amoroso que, conociendo bien todo lo que somos, nos mira y nos dice, “eres incomparable”.

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