DESARMARSE


¿No te pasa que ante ciertos temas, situaciones o personas desenfundas el revólver con la facilidad de un cowboy? Como si hubiera cicatrices que, al tocarlas, hacen saltar los resortes de tu genio incontrolado; que te convierten a ti, de natural pacífico, en una especie de Lucky Luke. O de los hermanos Dalton, más bien. Dispuesto a llevarte por delante lo que haga falta.

El gasto militar en el mundo creció en 2,6% en 2018. Es la segunda subida anual consecutiva. Y esto solo si hablamos a nivel armamentístico. Pero, y salvando las distancias, ¿cuánto ha crecido el gasto militar en mí? ¿Cuánto presupuesto emocional he gastado últimamente en batallas estériles, en tensiones innecesarias? ¿Por qué estoy tan dispuesto a disparar cuando algo no me encaja, cuando alguien se acerca a mí sin el cuidado que espero?

«Es imposible imaginar una vida en la que no estemos constantemente hiriéndonos y reconciliándonos», me decía hace poco una investigadora de la Universidad Pontificia Comillas en una entrevista. Cierto es que la convivencia humana supone mucho de conflicto, algo de paciencia –con los otros y con uno mismo– y mucho más de reconciliación. Así debería ser, al menos. Y en eso hay que trabajar: para que las cicatrices propias duelan menos, hay que reconciliarse con uno; y para que las de los otros no inciten al disparo, hay que reconciliarse con ellos.

Si el gasto militar en el mundo crece a nivel macro, quizá podría convertirme yo en constructor de puentes a nivel micro. Y eso no evitará tensiones seguramente, pero mejor guardar las armas y sacar la palabra cuidadosa, el tono sereno, la diplomacia tierna. Algo hay que hacer para rebajar el tono, para que los cañones vuelvan a los cuarteles, para que el día a día tenga más de reconciliación que de herida y guerra.

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