No amanezcas, Señor,
que todavía mis ojos no aprendieron a verte, en medio de la noche.
No me hables, Señor,
que todavía mis oídos no logran escucharte, en los ruidos de la vida.
No me abraces, Señor,
que todavía mi cuerpo no percibe tu piel en los saludos y la brisa.
No me endulces, Señor,
que todavía mi garganta, no saborea tu ternura, en medio de lo amargo.
No me perfumes, Señor,
que todavía mi olfato no huele tu presencia en el olor de la miseria.
¡Bautiza mis sentidos
con el lento discurrir de tu gracia encarnada fluyendo por mi cuerpo!
Benjamín González Buelta, SJ.
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