La liturgia nos presenta en estas dos últimas semanas
la lectura de la carta del Apóstol Santiago, un comentario que tiene de fondo
las bienaventuranzas proclamadas por Jesús en el sermón de la montaña.
Santiago no se queda en las nubes, nos ayuda
aterrizando el mensaje a la vida práctica. ¿Qué van a hacer los ricos, los que
han puesto su corazón en el dinero, en el amontonar, en el dinero injusto,
ahora que llega el tiempo final? El Señor está siempre del lado de los
oprimidos, escucha su clamor. ¿Qué van a hacer los opresores, los fuertes, los
ricos, los que acumulan a costa de otros?
“La sangre de tu hermano me está gritando desde la
tierra”, dijo Dios a Caín (Gen. 4,10); desde la zarza ardiente dijo a Moisés:
“Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo, he escuchado su clamor en
presencia de sus opresores, pues ya conozco sus sufrimientos”, (Ex. 3,7). En
los profetas nos dijo cuál es la religión pura e intachable: “parte tu pan con
el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que veas desnudo y no
te cierres a tu propia carne” (Is. 58, 7s.), y con el canto de María nos
revela: “dispersa a los soberbios de corazón, derriba a los poderosos y a los
ricos los despide vacíos” (Lc. 1,51-53).
El Señor escucha el grito del pobre, del excluido, del
oprimido y sale en su busca. No nos apuntemos a la lista de los potentes, de
los que ponen su corazón en el dinero, en el poder, en la “vana” gloria.
Convirtamos nuestro corazón a la pobreza de espíritu del Evangelio para poseer
el Reino.
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