El texto de Marcos del evangelio de hoy está en
relación con lo que acaba de ocurrir en los versículos anteriores. Jesús, no
solo se lamenta de la falta de apertura de los fariseos, sino que se encuentra
también con la incomprensión de sus discípulos, de los que llega a decir:
“Tienen ojos y no ven, tienen oídos y no oyen”.
El autor del evangelio sitúa a este ciego en Betsaida,
la aldea de Felipe, Andrés y Pedro (Jn 1,44). En su pueblo, en su casa, hay un
ciego que, como ellos, tiene ojos y no ve.
Jesús acoge la petición de los que se acercan con el
ciego, y como en otros relatos de curaciones, se aleja para tener un encuentro
profundo y personal con él. El texto, aunque es corto, describe claramente la
cercanía de Jesús con este hombre: “tomó de la mano al ciego… poner saliva en
sus ojos, le impuso las manos...”
Jesús es el que lo hace todo, pero en todo momento
tiene en cuenta al ciego, “¿Ves algo?”; pide al ciego que verifique lo que
ocurre en él. Jesús le acompaña en este recorrido para recobrar la vista, que
no es rápido ni automático. Sin embargo, su curación va mucho más lejos de lo
que el ciego hubiera podido esperar: “hasta de lejos veía perfectamente todas
las cosas”. ¡Podemos imaginar su alegría!
Como los discípulos, necesitamos ser acompañados por
Jesús en todas nuestras cegueras. El es el maestro que puede curarlas, pero
hemos de dejarnos tocar por El, hemos de consentir hacer este camino con El, ir
reconociendo qué es lo que vemos y qué es lo que aún no vemos. Como al ciego,
como a los discípulos, Jesús no nos ahorra el camino, nos acompaña en El. Y nos
hace caer en la cuenta de que nuestras cegueras empiezan aquí mismo, en nuestra
Betsaida, nuestro lugar de vida.
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