Año 2006. En los Oscar, el premio al mejor actor se dirime entre Philip
Seymour Hoffman por su labor en "Capote" y Heath Ledger por su vaquero
enamorado en "Brokeback Mountain". Gana el primero. Salta la noticia
de que Hoffman ha sido encontrado muerto por sobredosis de heroína.
Ledger ya murió por la misma causa hace seis años y recibió un Oscar
póstumo por su papel de Joker en Batman. Curiosa mezcla de éxito y
fracaso, aplauso y soledad, poder e impotencia.
Debe ser muy difícil lidiar con el éxito si no tienes los pies muy
puestos en una tierra firme. No puede uno entrar a hacer cábalas sobre
los motivos de estas muertes, ni a especular con la vida privada de
personajes a quienes no conoces más que por la prensa. Seguramente ahora
saldrán biografías, comentarios y datos sobre la vida de Hoffman, como
en su momento salieron sobre Ledger –y para el caso sobre otros
triunfadores de vidas rotas y muertes prematuras como Amy Winehouse,
Michael Jackson o Whitney Houston, sin ir muy lejos...– Uno se pregunta
qué lleva a gente que, aparentemente, lo tiene todo, reconocimiento, una
posición suficiente, el prestigio de una carrera sólida, a engancharse
en espirales de autodestrucción como estas. Y, aun sin saberlo, lo que
sí parece claro es que la apariencia de éxito no siempre lo implica, y
es posible que en esas vidas hubiera buenas dosis de frustración,
soledad o desamor.
La vida es demasiado preciosa y demasiado breve siempre como para
malgastarla en quimeras y en carreras contra uno mismo. Al final, la
felicidad tiene que ver con las cosas más sencillas. Estas muertes
absurdas tienen algo de recordatorio y llamada. Son un grito de alerta
para que nos aferremos, con uñas y dientes, a todo lo que de verdad
importa: la fe, el amor y la justicia.
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