VIVIR DE LA RESURRECCIÓN



  1. El acontecimiento: ¡Ha resucitado el Señor!

  1. Contemplación evangélica

a. Primera escena: María Magdalena, Pedro y el Discípulo amado corren al sepulcro (Jn 20, 1-10)
Pistas para la oración
Dejarse “impresionar”  por el relato, adentrarse en él: Mirar a las personas, qué hacen, qué dicen, qué les pasa… Mirar los lugares: dónde van y vienen, qué se describe… Captar la luz y el silencio de la escena.
Los tres ven lo mismo pero… ¡qué reacciones tan distintas! Corren primero Mª Magdalena y luego Pedro y el Discípulo amado. Sólo uno al ver los lienzos, cree. Qué importante es: En el sepulcro vacío, en los lienzos sin cuerpo, en la ausencia, la fe percibe la presencia.
El binomio “ver-creer”  atraviesa el relato en una relación paradójica y sorprendente. Es la relación entre las “señales” y la “fe”, clave para todo discernimiento y para percibir la dirección del “Viento del Espíritu”. Las mismas señales para todos… ¿qué pasa que ante eso uno cree y los otros aún no?
Mirémonos a nosotras mismas, nuestra realidad (personal, comunitaria, congregacional, social…), nuestro entorno, nuestro mundo… ¿qué vemos? ¿Descubrimos la Palabra que en eso mismo nos viene al encuentro? ¿O sólo descubrimos unas vendas y un sudario, signos solo de muerte? 
Gracia a pedir. Pidamos los ojos iluminados del corazón del Discípulo Amado, la capacidad de mirar más adentro que da el Amor que no necesita más señales que las que están dadas porque confía.


B. Segunda escena: María Magdalena (Jn 20, 11-18)
Pistas para la oración.
La primera escena es pórtico de las siguientes. Aquí descubrimos el proceso de fe de María Magdalena. Las lágrimas la tienen atada al pasado, a la nostalgia, a lo que podía percibir y controlar y resultaba razonable y lógico. Las lágrimas representan ese misterio de la presencia en la ausencia. Cuando Jesús le falta, todavía puede llorar. Y a través de las lágrimas, se aferra al Jesús de sus recuerdos, al que amó profundamente pero que ya no está. Las lágrimas le impiden “ver”.
Alguien tiene que sacarnos de nosotras mismas. ¿Por qué lloras? “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Toda la existencia de esta mujer está concentrada en esta frase. No quiero perderlo, ha dado sentido a mi vida, es lo mejor que he tenido
Se volvió hacia atrás y vio a Jesús. Pero sus lágrimas, ese estar pendiente de lo que fue y ya no es le impide el encuentro con el Jesús real, el que teniéndolo delante, no lo ve ni lo reconoce. María ama pero desde sí misma, no desde Jesús, no sale de su propio mundo, no cree.
Jesús insiste, como los ángeles “¿Por qué lloras?” Pero añade: “¿A quién buscas?”. Esta añadidura es preciosa, retoma el punto de partida de los primeros relatos vocacionales. Jesús le lleva más allá, le abre el horizonte de una búsqueda que ni siquiera ella conoce, porque está cegada por su propia expectativa y buenos propósitos. Y es que alguien tiene que llevarnos más allá. En ese ir más allá, oscuramente se entrevé, pero solamente se entrevé. La respuesta de María es casi la misma.
Tiene que haber un momento en que Jesús toma la iniciativa. Jesús le dijo: “¡María!”. Y es que es Jesús el que nos da nombre, y a través del nombre cambia la persona, que llega a ser sí misma según la mira Dios. Éste es el primer encuentro: cuando uno experimenta que Él ha venido a nosotros, nos ha dado un nombre, identidad.
Ella, de nuevo, se volvió y exclamó: “Rabboni, mi Maestro”. ¡Por fin nos damos cuenta! Reconocemos a Jesús, reconocemos su autoridad: Él es el que nos da vida. Está aprendiendo a reconocer, a darle iniciativa, a dejarle que actúe. Pero se arroja a los pies para no volver a perderlo…
Ahora es cuando Jesús tiene que enseñarle a dar el paso definitivo al amor teologal, el que tiene su fuente en el Tú de Jesús y no en el propio corazón y sus estrechas posibilidades: “Suéltame”. Tiene que haber este momento en que “soltamos” a Jesús enteramente: soltamos nuestros planes sobre su providencia, nuestras precomprensiones sobre su modo de ser y su modo de actuar, nuestros deseos de que responda a nuestra necesidad… porque hay que dejarle ser Señor, aceptar no saber, no controlar, no programarle, dejarle que pertenezca al Padre y venga a nosotras desde Él y no desde nosotras. Sin este punto de distanciamiento que es reconocimiento de Su libertad y soberanía, no es posible relacionarse con Jesús con verdadero amor. Hay que soltarse. Y Dios tiene muchos modos de hacer que le soltemos… Es hermoso descubrirlos en la propia vida.
El test de este amor es la obediencia, la disposición a hacer lo que Él quiera, como Él quiera, por los caminos que Él quiera. Es en este amor de obediencia donde encontramos el verdadero amor de Jesús. La intimidad tiene que hacerse misión; la vida, el amor, el encuentro, es para incorporarnos a Su modo de vivir, de dar la vida: “Anda y di a mis hermanos…”.
Gracia a pedir. Pidamos un amor así, la disposición a “dar la vuelta”, a “soltar” lo que haya que soltar, a amar según Él y según su voluntad… libres de nosotras mismas y nuestros proyectos de santidad y Reino.

C. Tercera escena: La aparición a los discípulos y a Tomás (Jn 20, 19-29)
Pistas para la oración
Aparición de Jesús a la comunidad cristiana. Y aquí, su aparición es con soberanía total, recreando a la comunidad. “La paz con vosotros”. Ya han llegado los tiempos mesiánicos. Se ha cumplido ya el Reino. “Recibid el Espíritu Santo.” Él habita en medio de la Comunidad. Ese es el Señor y El toma la iniciativa mediante el Espíritu Santo y así ellos podrán realizar en la historia la Nueva Alianza, porque la Nueva Alianza anunciada por  Jeremías y Ezequiel es, en el Espíritu Santo, por el perdón de los pecados.
Pero hay uno que tiene nuestras dificultades: Tomás. Él tiene que aprender a reconocer al Resucitado de otra forma. No es el tema de la fe que necesita evidencias palpables. Juan va más lejos. Si quieres confesar a Jesús como “mi Señor y mi Dios”, tendrás que aprender a adorar su amor crucificado. Se “entra” en Jesús a través de las “heridas”, reconociéndolo como Crucificado-Resucitado. No se puede entrar en la gloria, si no se ha pasado por la cruz. Es muy hermoso ver una vez más en Juan que el creer pasa por el cuerpo.  La tradición cristiana ha presentado la gloria del Resucitado con las llagas encendidas y luminosas. Inclinémonos y reconozcámoslo así: “Señor mío y Dios mío”… “déjame descubrir en las heridas tu cuerpo resucitado”… “tu victoria a todo mal y toda muerte”…
Pero quizá lo más hermoso, lo más sutil, lo más delicado de la escena  de Tomás es, cuando una vez que Tomás le ha dicho:”Señor mío y Dios mío”, la confesión de fe más evidente de la divinidad de Jesús, Jesús le añade: “Dichosos los que creen sin haber visto.” ¡Esa es nuestra dicha, esa es nuestra bienaventuranza! ¡Milagro del Espíritu Santo!

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