QUÉ DICE LA BIBLIA SOBRE: LA FRATERNIDAD



JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

El descubrimiento y el ejercicio de la fraternidad es lento e inconsecuente. La hermandad entre los seres humanos es invocada con frecuencia. Pero es negada, tanto en la práctica cuanto en la teoría. 
Se proclama la fraternidad universal, sobre todo para justificar las grandes alianzas, para condenar algunos genocidios o actos de terrorismo o bien para promover y fundamentar algunas campañas de solidaridad en favor de las minorías marginadas o de los pueblos más alejados todavía de los ideales del progreso económico y social.
Pero la hermandad es con frecuencia negada. En la práctica, cada vez que se niega el pan al hambriento, el agua al sediento. Tal negativa individual resulta difícil. Pero hay otros rechazos que, por ser estructurales e institucionalizados, resultan menos comprometedores para la tranquilidad de la conciencia individual. 
La negación no se limita al terreno de la práctica y llega a veces a las mismas formulaciones teóricas y doctrinales. Así ocurre en todos los racismos. La xenofobia y la exclusión del otro adquieren formas diferentes. El color de la piel, la religión, la lengua y la cultura se convierten en ídolos intangibles y exigentes. A la divinización de las ideologías ha sucedido la divinización de los nacionalismos.
Una vez más, la hermandad deja de ser un dato originario, vinculado a la dignidad misma del ser humano, para convertirse en un privilegio, concedido o negado arbitrariamente. 

1. CREACIÓN Y DESTINO

Sin embargo, por incómodo que resulte este ideal a la filosofía social y política, la vocación a la fraternidad es un dato inesquivable en el depósito de la fe y en la historia de la reflexión teológica. Tal vez por evidente, pase a veces inadvertido.
Creados a imagen de Dios (cf. Gén 1,28), todos los seres humanos participan de su vida y de su poder en el mundo. La iconalidad es fuente de la dignidad humana y de su responsabilidad ética. 
Entre los salmos de bendición que se incluyen en el libro de Tobías, se evoca el origen común de todos los hombres: “Tú creaste a Adán y para él creaste a Eva, su mujer, para sostén y ayuda, y para que de ambos proviniera la raza de los hombres” (Tob 8,6).
En el famoso discurso que Pablo pronuncia en el areópago, evoca esa idea compartida de un Dios creador de toda la raza humana: “Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano” (Hech 17, 26). Por su comunidad de origen, el género humano forma una unidad. Los seres humanos comparten la unidad de su naturaleza y de su morada, así como la unidad de su fin inmediato y de su misión en el mundo. Esta ley de solidaridad humana y de caridad nos asegura que todos los hombres son verdaderamente hermanos. Como una advertencia para toda la humanidad suena la pregunta que Dios dirige a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gén 4,9). La fraternidad comporta el deber de la responsabilidad mutua.
La peripecia de José y sus hermanos refleja de forma dramática las discordias y envidias que pueden surgir en el seno de una misma familia, pero, al mismo tiempo, presenta la fraternidad como una mediación de la salvación (Gén 45).
En el seno de una comunidad religiosa, la fraternidad comporta también el gozo de compartir la fe y la celebración (cf. Sal 22,22), la paz (Sal 122,8) y la serena convivencia: “Ved: que dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos” (Sal 133,1).

2. ENCARNACIÓN Y SALVACIÓN

El misterio de la encarnación aporta una nueva dimensión a la fraternidad. La humanidad ha adquirido la salvación por el servicio fraternal de uno de entre nosotros, Cristo Jesús, el Hijo del Padre.
Todos los discípulos del Señor son hermanos entre sí. Durante su vida pública, Jesús parecía establecer una cierta distancia respecto a sus discípulos. Los llamaba 'amigos', pero nada más. Incluso al referirse a Dios lo evocaba unas veces con el nombre de "mi Padre" (Mt 7,21; 10,32; 11,27; 12,50; 18,10; 24,36) y otras, con el título de 'vuestro Padre' (Mt 5,48; 6,15; 7,11).
Con estas declaraciones afirmaba un cierto parentesco con los que le seguían. Es más, frente a los lazos de la sangre, Jesús reconocía los lazos de una nueva fraternidad entre los nacidos de la escucha de la palabra de Dios (Mc 3,35).
Con el segundo tipo de declaraciones levantaba acta de una nueva fraternidad: “Uno sólo es vuestro Maestro, y vosotros sois todos hermanos” (Mt 23,8). En esa nueva comunidad, se ha de vivir la corrección fraterna (Mt 18,15) y el perdón generoso al hermano (Mt 18,21)
Ahora bien, la resurrección de Jesús parece explicitar de forma clara y definitiva la fraternidad de los discípulos con el Señor. Así dice a las mujeres: "No tengáis miedo; id a avisarles a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán" (Mt 28,10).
Con todo, la nueva fraternidad no se encierra en los límites de la nueva comunidad de fe, de esperanza y de amor, que nace de la resurrección. Jesús ha proclamado su fraternidad con todos los hombres y mujeres, especialmente con los que viven en las fronteras de la marginación. Así lo recuerda la parábola-profecía del juicio sobre la historia humana: "Os lo aseguro: cada vez que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo" (Mt 25,40).
En una misteriosa unión, más fuerte que la de la sangre, todos los hombres y mujeres participan de la filiación de Dios y de la fraternidad que los une en el Mesías Jesús.

3. TESTIGOS DE FRATERNIDAD

Desde el comienzo, la Iglesia se concibe como una fraternidad. En la Iglesia de Jerusalén los fieles “acudían asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones (Hech 2, 42). Los discípulos del Señor se reconocen espontáneamente como hermanos (Hech 11,29; 21,17; 28,14).
Esa fraternidad hunde su raíz y motivación en Jesús, el Hijo de Dios y “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,29).
Pablo recuerda a Filemón, que, por la fe y el bautismo, al que era su esclavo ha de tratarlo ya como un hermano (Flm 16). Y a todos los fieles los invita a no hacer cosa que sea para los hermanos ocasión de caída, tropiezo o debilidad (Rom 14,21).
Ningún discípulo de Cristo puede permitir que su hermano padezca hambre o desnudez (Sant 2,15). Amar a los hermanos es para las cartas de Pedro (1 Pe 2,17) y para las de Juan (1 Jn 2,10; 3,10-20) no sólo un deber moral, sino el signo de su fe en el Dios que se identifica como el amor (1 Jn 4,8). Ese amor es el mayor testimonio de la fe en el Señor que no se avergüenza de llamar hermanos a los que ha guiado a la salvación (Heb 2, 10-11).
El anuncio y servicio de la fraternidad es, por tanto, el primero de los dones que los discípulos de Cristo puede hacer a este mundo.


José-Román Flecha Andrés

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