Escuchar es uno de los artes más difíciles que conozco. Aprender a escuchar
bien exige paciencia y práctica; es como leer y escribir: no se improvisa, se
aprende a lo largo del tiempo. Es un hábito que se cuida y desarrolla, una
técnica que se pule y perfecciona. Escuchar requiere liberar tiempos y crear
hábitos: tiempos para desentrañar significados y desmontar prejuicios; hábitos
para hacer silencio y reflexionar sobre lo escuchado.
En una ocasión le escuché decir a un educador: “lo más difícil no es
aprender algo nuevo, sino desaprender algo antiguo.” Al escuchar le sucede algo
similar: lo difícil no es oír, sino vaciarse lo suficiente para que la palabra
escuchada entre, resuene y permanezca. Escuchar es un arte que implica todos
los sentidos, no sólo los oídos: pide atención a palabras, gestos, reacciones,
omisiones y silencios. Pide saber interpretar y leer entre líneas; pide meditar
y digerir lo visto y oído.
Si muchas de nuestras conversaciones (y de nuestros debates parlamentarios)
nos suenan vacías y, a menudo, no conducen a ninguna parte, ¿no será porque no
nos ejercitamos para ser oyentes? Si los niños tardan varios años para poder
balbucir, torpes, sus primeras palabras, ¿por qué los adultos –charlatanes y
prepotentes–olvidamos tan pronto nuestros humildes orígenes de oyentes, para
lanzarnos a hablar sin escuchar
Jaime Tatay sj.
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