LECTIO DIVINA-DOMINGO DE RAMOS


Domingo de Ramos

Is 50,4-7
Flp 2,6-11
Mt 26,14-27,66
MARZO 29

Uno de los doce discípulos, el llamado Judas Iscariote, fue a ver a los jefes de los sacerdotes y les preguntó: “¿Cuánto me daréis, si os entrego a Jesús?”. Ellos señalaron el precio: treinta monedas de plata. A partir de entonces, Judas empezó a buscar una ocasión oportuna para entregarles a Jesús. El primer día de la fiesta en que se comía el pan sin levadura, los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: “¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?”. Él les contestó: “Id a la ciudad, a casa de Fulano, y decidle: ‘El Maestro dice: Mi hora está cerca, y voy a tu casa a celebrar la Pascua con mis discípulos’”. Los discípulos hicieron como Jesús les había mandado y prepararon la cena de Pascua. Al llegar la noche, Jesús se había sentado a la mesa con los doce discípulos; y mientras cenaban les dijo: “Os aseguro que uno de vosotros me va a traicionar”. Ellos, llenos de tristeza, comenzaron a preguntarle uno tras otro: “Señor, ¿acaso soy yo?”. Jesús les contestó: “Uno que moja el pan en el mismo plato que yo, va a traicionarme. El Hijo del hombre ha de recorrer el camino que dicen las Escrituras, pero ¡ay de aquel que le traiciona! ¡Más le valdría no haber nacido!”. Entonces Judas, el que le estaba traicionando, le preguntó: “Maestro, ¿acaso soy yo?”. “Tú lo has dicho”, contestó Jesús. Mientras cenaban, Jesús tomó en sus manos el pan, y habiendo dado gracias a Dios lo partió y se lo dio a los discípulos, diciendo: “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”. Luego tomó en sus manos una copa, y habiendo dado gracias a Dios la pasó a ellos, diciendo: “Bebed todos de esta copa, porque esto es mi sangre, con la que se confirma el pacto, la cual es derramada en favor de muchos para perdón de sus pecados. Os digo que no volveré a beber de este producto de la vid hasta el día en que beba con vosotros vino nuevo en el reino de mi Padre”. Después de cantar los salmos se fueron al monte de los Olivos. Y Jesús les dijo: “Esta noche, todos vais a perder vuestra confianza en mí. Así lo dicen las Escrituras: ‘Mataré al pastor y se dispersarán las ovejas.’ Pero cuando resucite, iré a Galilea antes que vosotros”. Pedro le contestó: “Aunque todos pierdan su confianza en ti, yo no la perderé”. Jesús le dijo: “Te aseguro que esta misma noche, antes que cante el gallo, me negarás tres veces”. Pedro afirmó: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré”.
Y todos los discípulos dijeron lo mismo. Luego fue Jesús con sus discípulos a un lugar llamado Getsemaní, y les dijo: “Sentaos aquí mientras yo voy más allá a orar”. Se llevó a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, y comenzó a sentirse muy triste y angustiado. Les dijo: “Siento en mi alma una tristeza de muerte. Quedaos aquí y permaneced despiertos conmigo”. Y adelantándose unos pasos, se inclinó hasta el suelo y oró, diciendo: “Padre mío, si es posible, líbrame de esta copa amarga: pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú”. Luego volvió adonde estaban los discípulos y los encontró dormidos. Dijo a Pedro: “¿Ni siquiera una hora habéis podido permanecer despiertos conmigo? Permaneced despiertos y orad para no caer en tentación. Tenéis buena voluntad, pero vuestro cuerpo es débil”. Por segunda vez se fue, y oró así: “Padre mío, si no es posible evitar que yo sufra esta prueba, hágase tu voluntad”. Cuando volvió, encontró de nuevo dormidos a los discípulos, porque los ojos se les cerraban de sueño. Los dejó y se fue a orar por tercera vez, repitiendo las mismas palabras. Entonces regresó a donde estaban los discípulos y les dijo: “¿Aún seguís durmiendo y descansando? Ha llegado la hora en que el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levantaos, vámonos: ya se acerca el que me traiciona!”. Todavía estaba hablando Jesús, cuando Judas, uno de los doce discípulos, llegó acompañado de mucha gente armada con espadas y palos. Iban enviados por los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos. Judas, el traidor, les había dado una contraseña, diciéndoles: “Aquel a quien yo bese, ése es. ¡Apresadlo!”. Así que, acercándose a Jesús, dijo: “¡Buenas noches, Maestro!”. Y le besó. Jesús le contestó: “Amigo, lo que has venido a hacer, hazlo”. Entonces los otros se acercaron, echaron mano a Jesús y lo apresaron. En esto, uno de los que estaban con Jesús sacó una espada y cortó una oreja al criado del sumo sacerdote. Jesús le dijo: “Guarda tu espada en su sitio, porque todos los que empuñan espada, a espada morirán. ¿No sabes que yo podría rogar a mi Padre, y que él me mandaría ahora mismo más de doce ejércitos de ángeles? Pero entonces, ¿cómo se cumplirían las Escrituras que dicen que estas cosas han de suceder así?”. Después preguntó Jesús a la gente: “¿Por qué venís con espadas y palos a arrestarme, como si fuera un bandido? Todos los días he estado enseñando en el templo, y no me apresasteis. Pero todo esto sucede para que se cumpla lo que dijeron los profetas en las Escrituras”. En aquel momento, todos los discípulos abandonaron a Jesús y huyeron. Los que habían apresado a Jesús lo condujeron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se hallaban reunidos los maestros de la ley y los ancianos. Pedro, que le había seguido de lejos hasta el patio de la casa del sumo sacerdote, entró y se sentó con los guardias del templo, para ver en qué terminaba el asunto. Los jefes de los sacerdotes y toda la Junta Suprema andaban buscando alguna prueba falsa para condenar a muerte a Jesús, pero no la encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que se presentaron para acusarle. Por fin se presentaron dos que afirmaron: “Este hombre ha dicho: ‘Yo puedo destruir el templo de Dios y volver a levantarlo en tres días’”. Entonces el sumo sacerdote se levantó y preguntó a Jesús: “¿No contestas nada? ¿Qué es lo que están diciendo contra ti?”. Pero Jesús permaneció callado. El sumo sacerdote le dijo: “¡En el nombre del Dios viviente te ordeno que digas la verdad! ¡Dinos si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios!”. Jesús le contestó: “Tú lo has dicho. Pero yo os digo también que en adelante veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Todopoderoso y viniendo en las nubes del cielo”. Entonces el sumo sacerdote se rasgó las ropas en señal de indignación y dijo: “¡Las palabras de este hombre son una ofensa contra Dios! ¿Qué necesidad tenemos de más testigos? Ya habéis oído sus palabras ofensivas. ¿Qué os parece?”. Ellos contestaron: “Es culpable y debe morir”. Entonces le escupieron en la cara y le golpearon. Otros le daban de bofetadas y decían: “Tú, que eres el Mesías, ¡adivina quién te ha pegado!”. Entre tanto, Pedro estaba sentado fuera, en el patio. En esto se le acercó una sirvienta y le dijo: “Tú también andabas con Jesús, el de Galilea”. Pero Pedro lo negó delante de todos, diciendo: “No sé de qué estás hablando”. Luego se dirigió hacia la puerta. Allí lo vio otra sirvienta, que dijo a los demás: “Éste andaba con Jesús, el de Nazaret”. De nuevo lo negó Pedro, jurando: “¡No conozco a ese hombre!”. Poco después se acercaron a Pedro los que estaban allí y le dijeron: “Seguro que tú también eres uno de ellos. Hasta en la forma de hablar se te nota”. Entonces él comenzó a jurar y perjurar, diciendo: “¡No conozco a ese hombre!”. En aquel mismo momento cantó un gallo, y Pedro se acordó de que Jesús le había dicho: “Antes que cante el gallo me negarás tres veces”. Y salió Pedro de allí y lloró amargamente. Al amanecer, todos los jefes de los sacerdotes y los ancianos de los judíos se pusieron de acuerdo para matar a Jesús. Lo condujeron atado y lo entregaron a Pilato, el gobernador romano. Judas, el que había traicionado a Jesús, al ver que le habían condenado, tuvo remordimientos y devolvió las treinta monedas de plata a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos, diciéndoles: “He pecado entregando a la muerte a un hombre inocente”. Pero ellos le contestaron: “¿Y qué nos importa a nosotros? ¡Eso es cosa tuya!”. Entonces Judas arrojó las monedas en el templo, y fue y se ahorcó. Los jefes de los sacerdotes recogieron aquel dinero y dijeron: “Este dinero está manchado de sangre. No podemos ponerlo en el tesoro del templo”. Así que tomaron el acuerdo de comprar con él un terreno llamado “Campo del Alfarero”, y destinarlo a cementerio para extranjeros. Por eso, aquel terreno se sigue llamando hasta el día de hoy “Campo de Sangre”. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Jeremías: “Tomaron las treinta monedas de plata, el precio que los israelitas le habían puesto, y con ellas compraron el campo del alfarero, tal como me lo ordenó el Señor”. Jesús fue llevado ante el gobernador, que le preguntó: “¿Eres tú el Rey de los judíos?”. “Tú lo dices”, contestó Jesús. Mientras los jefes de los sacerdotes y los ancianos le acusaban, Jesús no respondía nada. Por eso, Pilato le preguntó: “¿No oyes todo lo que están diciendo contra ti?”. Pero Jesús no le contestó ni una sola palabra, de manera que el gobernador se quedó muy extrañado. Durante la fiesta, el gobernador tenía la costumbre de poner en libertad a un preso, el que la gente escogía. Había entonces un preso famoso llamado Jesús Barrabás. Estando la gente reunida, Pilato preguntó: “¿A quién queréis que os ponga en libertad, a Jesús Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?”. Porque comprendía que lo habían entregado por envidia. Mientras Pilato estaba sentado en el tribunal, su esposa mandó a decirle: “No te metas con ese hombre justo, porque anoche tuve un sueño horrible por causa suya”. Pero los jefes de los sacerdotes y los ancianos convencieron a la multitud para que pidiera la libertad de Barrabás y la muerte de Jesús. El gobernador repitió la pregunta: “¿A cuál de los dos queréis que os ponga en libertad?”. Ellos dijeron: “¡A Barrabás!”. Preguntó Pilato: “¿Y qué haré con Jesús, a quien llaman el Mesías?”. “¡Crucifícalo!”., contestaron todos. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Pero ellos volvieron a gritar: “¡Crucifícalo!”. Cuando Pilato vio que no conseguía nada, sino que el alboroto era cada vez mayor, mandó traer agua y se lavó las manos delante de todos, diciendo: “Yo no soy responsable de la muerte de este hombre. Es cosa vuestra”. Toda la gente contestó: “¡Nosotros y nuestros hijos nos hacemos responsables de su muerte!”. Entonces Pilato puso en libertad a Barrabás; luego mandó azotar a Jesús y lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados del gobernador llevaron a Jesús al palacio, y reunieron toda la tropa a su alrededor. Le quitaron la ropa, le vistieron con una capa roja y le pusieron en la cabeza una corona hecha de espinas y una vara en la mano derecha. Luego, arrodillándose delante de él y burlándose, le decían: “¡Viva el Rey de los judíos!”. También le escupían, y con la misma vara le golpeaban la cabeza. Después de burlarse así de él, le quitaron la capa roja, le pusieron su ropa y se lo llevaron para crucificarlo. Al salir de allí encontraron a un hombre llamado Simón, natural de Cirene, a quien obligaron a cargar con la cruz de Jesús. Llegaron a un sitio llamado Gólgota (es decir, “Lugar de la Calavera”) y le dieron a beber vino mezclado con hiel; pero Jesús, después de probarlo, no lo quiso beber. Cuando ya lo habían crucificado, los soldados echaron suertes para repartirse la ropa de Jesús. Luego se sentaron allí a vigilar. Por encima de la cabeza de Jesús pusieron un letrero, en el que estaba escrita la causa de su condena: “Éste es Jesús, el Rey de los judíos”. También fueron crucificados con él dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Los que pasaban le insultaban meneando la cabeza y diciendo: “¡Tú, que derribas el templo y en tres días lo vuelves a levantar, sálvate a ti mismo! ¡Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz!”. Del mismo modo se burlaban de él los jefes de los sacerdotes y los maestros de la ley, junto con los ancianos. Decían: “Salvó a otros, pero él no se puede salvar. Es el Rey de Israel, ¡pues que baje de la cruz y creeremos en él! Ha puesto su confianza en Dios, ¡pues que Dios le salve ahora, si de veras le quiere! ¿No nos ha dicho que es Hijo de Dios?”. Y hasta los bandidos que estaban crucificados con él, le insultaban. Desde el mediodía y hasta las tres de la tarde, toda aquella tierra quedó en oscuridad. A eso de las tres, Jesús gritó con fuerza: “Elí, Elí, ¿lema sabaqtaní?”. (es decir, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.)
Algunos de los que estaban allí, lo oyeron y dijeron: “Está llamando al profeta Elías”. Al momento, uno de ellos corrió en busca de una esponja, la empapó en vino agrio, la ató a una caña y se la acercó para que bebiera. Pero los demás decían: “Déjale, a ver si viene Elías a salvarle”. Jesús dio otra vez un fuerte grito, y murió. En aquel momento, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. La tierra tembló y se partieron las rocas, los sepulcros se abrieron y muchos hombres de Dios que habían muerto resucitaron. Salieron de sus tumbas después de la resurrección de Jesús y entraron en la santa ciudad de Jerusalén, donde los vio mucha gente. Cuando el centurión y los que con él vigilaban a Jesús vieron el terremoto y todo lo que estaba pasando, dijeron aterrados: “¡Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios!”. Estaban allí, mirando de lejos, muchas mujeres que habían seguido a Jesús desde Galilea y que le habían ayudado. Entre ellas se encontraban María Magdalena, María la madre de Santiago y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo. Al anochecer llegó un hombre rico llamado José, natural de Arimatea, que también era seguidor de Jesús. José fue a ver a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús, y Pilato ordenó que se lo dieran. José tomó el cuerpo, lo envolvió en una sábana de lino, limpia, y lo puso en un sepulcro nuevo, de su propiedad, que había hecho excavar en la roca. Después de tapar la entrada del sepulcro con una gran piedra, se fue. María Magdalena y la otra María se quedaron sentadas frente al sepulcro. Al día siguiente, es decir, el sábado, los jefes de los sacerdotes y los fariseos fueron juntos a ver a Pilato y le dijeron: “Señor, recordamos que aquel embustero, cuando vivía, dijo que al cabo de tres días iba a resucitar. Por eso, manda asegurar el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan de noche sus discípulos, roben el cuerpo y después digan a la gente que ha resucitado. En este caso, la última mentira sería peor que la primera”. Pilato les dijo: “Ahí tenéis soldados de guardia. Id y asegurad el sepulcro lo mejor que podáis”. Fueron, pues, y aseguraron el sepulcro poniendo un sello sobre la piedra que lo cerraba. Y dejaron allí a los soldados de guardia.

Preparación: La bendición y la procesión de los ramos nos introduce en el ambiente de la Semana Santa. Como los peregrinos que se acercaban a Jerusalén también nosotros  cantamos: “¡Viva el Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Viva el Altísimo!” Que él traiga la salvación a nuestra vida.

Lectura: En la primera lectura, se proclama uno de los cantos del Siervo del Señor, que nos van a acompañar en estos días. “El Señor Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado atrás”. Esta figura del siervo profeta que escucha la palabra de Dios es el anticipo del Mesías Jesús, que, según san Pablo, “se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz”.  En el relato de la pasión de Jesús según san Mateo encontramos algunos rasgos exclusivos. Sólo en él dice Jesús que podría acudir al Padre, quien pondría a su disposición legiones de ángeles. Sólo en él se narra la muerte de Judas y el destino de los dineros de la traición. Y sólo en él se anota que en el momento de la muerte de Jesús la tierra tembló, se abrieron los sepulcros y muchos resucitaron.

Meditación: El relato de la pasión de Jesús según san Mateo trata con respeto a Pilato y el poder que representa. La mujer de Pilato interviene a favor de Jesús, al que reconoce como inocente. El procurador se lava las manos y parece descargar toda responsabilidad sobre los dirigentes de los judíos. Y por fin, Pilato permite poner guardia frente al sepulcro de Jesús. Para este relato, el bien de la paz y la vivencia del mensaje de Jesús obligan a suavizar los recuerdos de aquellos momentos tan dolorosos. Entonces y ahora la evangelización está por encima y al margen de la revancha y del reproche.

Oración: Señor Jesús, que derramaste tu sangre por nosotros, ayúdanos a vivir en gratitud, ofreciendo lo mejor de nuestra vida por nuestros hermanos, que son también los tuyos. Amén.

Contemplación: Contemplamos a Jesús, sumido en el silencio frente a Pilato, mientras el pueblo grita: “Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. Podemos aplicarnos esta proposición, conscientes como somos de que nuestras rebeliones contra el proyecto de Dios han hecho correr la sangre de su Hijo y la de muchos otros hijos de Dios. Por otra parte, tendríamos que repetir con humildad y confianza este deseo, aparentemente blasfemo, puesto que sólo la sangre de Cristo puede salvarnos de nuestros pecados individuales y estructurales.

Acción: Llevamos a casa uno de los ramos bendecidos en este domingo. Y nos comprometemos a mirarlo con fe, para recibir cada día al Señor que viene hasta nosotros.
                                                                 José-Román Flecha Andrés


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