EL MENDIGO
Dicen que en un pequeño pueblo del norte,
en mitad del frío invierno, llegó un anciano mendigo venido de cualquier lugar.
El frágil hombre dormía al raso, con apenas una roída manta, y no conseguía
muchas limosnas en una comunidad en la que los extraños no eran bien recibidos.
Y sin embargo, qué sonrisa mostraba siempre. Su educación, su sincera
preocupación por quien necesitaba una mano para cruzar la carretera, o llevar
las bolsas con la compra, su mirada alegre y penetrante, su cariño al fingir
indignarse con los niños que le chinchaban en la plaza, su profunda humildad y
gratitud... No pedía dinero, sólo un ratillo de conversación, sólo un amigo.
No
pasó mucho tiempo hasta que el mendigo cambió los corazones de los cerrados
vecinos y poco a poco fueron ayudándole a él, ayudándose entre sí, acercándose
a recibir los consejos sabios que él ofrecía a quien se abriera y
compartiéndolos con los demás, descubriendo que nada guardaba para sí y todo lo
que recibía en limosnas lo daba antes a quien lo necesitara, sin importar que
fuera una pobre viuda o un pícaro delincuente callejero.
Un
día se fue. Lo echaron de menos al principio, se preguntaban en el pueblo qué
habría sido de él. Más adelante se dieron cuenta de que su amor, su cariño, sus
consejos, su modo, habían quedado en el
pueblo impregnados de tal modo que sabían que, realmente, nunca se iría.
Y
es que Dios se presenta muchas veces en nuestra vida como un mendigo.
Al
aparecer, puede disgustarnos si nos afea el 'decorado' de nuestra vida. Podemos
ignorarlo a pesar de verle a nuestro lado. Es frágil hasta el extremo cuando lo
tomamos en nuestras manos al comulgar. Valora más un corazón abierto a su
cariño y su cercanía que las 'limosnas' que podamos darle llevando la cuenta de
'nuestras Misas', 'nuestros rezos', 'nuestras buenas obras'... Pero poco a poco
cambia nuestro corazón, de una manera casi imperceptible, con su ejemplo, con
su consejo, con su mirada, con su fingida indignación cuando le chinchamos con
nuestro egoísmo y nuestra soberbia... E, incluso, hay veces en que creemos que
se ha marchado de nuestras vidas, que ya no está para reconfortarnos con su
sonrisa y ayudarnos en la dificultad de nuestra vida diaria.
Pero
no pasa mucho tiempo hasta que le volvemos a ver por
los verdaderos efectos de
su amor...
Borja Miró Madariaga, sj
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