APRENDEMOS MISERICORDIA EN LA PROPIA MISERIA


Quizá para algunos la vida monástica es un vuelo hacia el cielo, un subir hacia arriba, que poco tiene que ver con lo que pasa en la tierra. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ya los monjes antiguos decían: “¿Quieres conocer a Dios? Aprende antes a conocerte a ti mismo” (Evagrio Póntico). Sin esto, estaremos siempre en peligro de que nuestra idea de Dios sea una pura proyección de nosotros mismos.
Y precisamente del conocimiento de sí mismo y el descubrimiento de la propia miseria y el propio pecado surge la misericordia. Los monjes no son mejores que nadie ni están hechos de una pasta especial: son pecadores como todos, necesitados de la Misericordia. Solo desde aquí uno puede ser misericordioso con los demás sin creerse mejor que nadie.
San Bernardo lo expresó bellamente: “el enfermo y el hambriento son los que mejor se compadecen de los enfermos y hambrientos, porque lo viven… Para que sientas tu propio corazón de miseria en la miseria de tu hermano, necesitas conocer primero tu propia miseria. Este fue el programa de nuestro Salvador: se hizo miserable para aprender a tener misericordia, (…) ¿cuánto más debes tú, no digo hacerte lo que no eres, sino reflexionar sobre lo que eres, porque eres miserable? Así aprenderás a tener misericordia. Solo así lo puedes aprender”.
Cuando entramos en la Orden, al comenzar el noviciado, el P. Abad nos pregunta: “¿Qué pides?”, y el postulante responde: “La misericordia de Dios y de la Orden”. En aquel momento uno no sabe muy bien lo que pide, ni por qué van a tener misericordia de él que es tan bueno como para entrar en un monasterio, pero el camino cisterciense le va haciendo ver lo verdadero de esa petición.
Hace poco el Papa Francisco, jesuita pero que parece monje, decía algo como esto: “precisamente en lo hondo de nuestros pecados es donde mejor podemos hacer experiencia de Dios”.
Sí, solamente así la misericordia hacia el otro brota del corazón como algo debido, no como un favor.
La misericordia y la mansedumbre siempre se consideraron en la tradición monástica la cima del camino espiritual y los criterios de la auténtica espiritualidad. Lo que distingue la espiritualidad de los monjes desde antiguo no es el rigor, el discurso moralizante o amenazador, sino el animar a la mansedumbre y la misericordia. Pues dicen que solo cuando el hombre se hace manso y trata con misericordia a los demás muestra que su espiritualidad es según Cristo. Todas las demás formas pueden revestirse de espiritualidad, pero proceden del espíritu del propio miedo y de la presión de las pasiones.
Algunos monjes se distinguieron por su hermoso canto a la misericordia, como Isaac de Nínive que recuerda al monje su vocación a la misericordia: “Tú no has sido constituido para clamar venganza en contra de las acciones y en contra de aquellos que las cometen, sino para invocar sobre el mundo la misericordia, para velar por la salvación de todo y para unirte al sufrimiento de cada hombre, de los justos y de los pecadores…Persigue el bien, no la justicia. La justicia es ajena a la conducta del cristianismo… No amonestes a ninguno, no reprendas a ninguno, ni siquiera a aquellos cuya conducta es muy mala. Extiende tu manto sobre el que cae y cúbrelo. Si no puedes tomar sobre ti mismo sus pecados y recibir en su puesto el castigo por ellos, soporta al menos que te tomen como desvergonzado para no avergonzarle a él”.
¡Qué bien entendió este hombre la misericordia de Dios!


Por Fr. Roberto, cisterciense.

Imagen: escena de la película “De dioses y hombres”.

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