Mamá, entonces, buscará respuestas en el baúl de sus recuerdos. Pensará en lo que aprendió en el catecismo, o en lo que le enseñaron en casa o en la escuela. O, tal vez, recordará algunos de los más hermosos pasajes de la Biblia, o lo que ha escuchado en alguna buena homilía del domingo…
Hablar de Dios no resulta fácil si no tenemos una continua experiencia de Él. Debería sernos tan familiar como los abuelos, los hermanos o los hijos. Nuestra vida viene de su Corazón. Nacimos porque nos soñó. Cada respiro, cada pensamiento, cada acto lo hicimos delante de sus ojos. A la vez, pudimos tocarlo, sentirlo presente, en las mil aventuras de la vida.
Pero a veces nos dejamos absorber por las pequeñeces de cada día. Era más importante un juguete, o los deberes de la escuela, o lo que pasaban por la televisión. Nos obsesionamos por los amigos, por las fiestas, por el deporte. El trabajo llegó a ser algo imprescindible en el propio camino de la vida. La experiencia del enamoramiento, del noviazgo, del matrimonio, llenaron tanto el corazón que a veces parecía que no quedaba lugar para nadie más.
En todas las situaciones, en todos los momentos, Dios siguió a nuestro lado. En el libro, en el colibrí, en la azucena, en las gotas de una lluvia tempestuosa, en los rayos de sol junto a la playa, en los momentos íntimos de la Misa. Estuvo en tantos corazones buenos que nos ayudaron en el momento de la prueba, que nos visitaron en el hospital, que nos dieron una mano cuando el fracaso pacería haber ennegrecido el universo.
Sofía sigue en pie, en silencio, con sus ojos limpios y curiosos. Mamá se seca las manos y la mira de frente, mientras coloca en su sitio un mechón de cabello rebelde. Sofía se siente ante alguien importante que la quiere mucho y que le va a hablar de alguien aún más importante, de su Padre Dios.
“Mamá, ¿me puedes hablar de Dios?”
Aleteia
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