Jesús sabe que
sus horas están contadas. Sin embargo no piensa en ocultarse o huir. Lo que
hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más
cercanos. Es un momento grave y delicado para él y para sus discípulos: lo
quiere vivir en toda su hondura. Es una decisión pensada.
Consciente de la
inminencia de su muerte, necesita compartir con los suyos su confianza total en
el Padre incluso en esta hora. Los quiere preparar para un golpe tan duro; su
ejecución no les tiene que hundir en la tristeza o la desesperación. Tienen que
compartir juntos los interrogantes que se despiertan en todos ellos:¿qué va a
ser del reino de Dios sin Jesús? ¿Qué deben hacer sus seguidores? ¿Dónde van a
alimentar en adelante su esperanza en la venida del reino de Dios?
No es una comida ordinaria, sino una cena solemne, la última de tantas otras que
habían celebrado por las aldeas de Galilea.
En el ambiente se respira ya la excitación de las
fiestas pascuales. Los peregrinos hacen sus últimos preparativos: adquieren pan
ázimo y compran su cordero pascual. Todos buscan un lugar en los albergues o en
los patios y terrazas de las casas. También el grupo de Jesús busca un lugar
tranquilo. Esa noche Jesús no se retira a Betania como los días anteriores. Se
queda en Jerusalén. Su despedida ha de celebrarse en la ciudad santa. Los
relatos dicen que celebró la cena con los Doce, pero no hemos de excluir la
presencia de otros discípulos y discípulas que han venido con él en
peregrinación. Sería muy extraño que, en contra de su costumbre de compartir su
mesa con toda clase de gentes, incluso pecadores, Jesús adoptara de pronto una
actitud tan selectiva y restringida.
¿Podemos saber qué se
vivió realmente en esa cena?
Jesús vivía las comidas y cenas que hacía en Galilea como símbolo y
anticipación del banquete final en el reino de Dios. Todos conocen esas comidas
animadas por la fe de Jesús en el reino definitivo del Padre.
Es uno de sus rasgos
característicos mientras recorre las aldeas. También esta noche, aquella cena
le hace pensar en el banquete final del reino. Dos sentimientos embargan a
Jesús. Primero, la certeza de su muerte inminente; no lo puede evitar: aquella
es la última copa que va a compartir con los suyos; todos lo saben: no hay que
hacerse ilusiones. Al mismo tiempo, su confianza inquebrantable en el reino de
Dios, al que ha dedicado su vida entera. Habla con claridad: «Os aseguro: ya no
beberé más del fruto de la vid hasta el día en que lo beba, nuevo, en el reino
de Dios». La muerte está próxima. Jerusalén no quiere responder a su llamada. Su actividad como profeta y portador del reino de Dios
va a ser violentamente truncada, pero su ejecución no va a impedir la llegada
del reino de Dios que ha estado anunciando a todos. Jesús mantiene inalterable
su fe en esa intervención salvadora de Dios. Está seguro de la validez de su
mensaje. Su muerte no ha de destruir la esperanza de nadie. Dios no se echará
atrás. Un día Jesús se sentará a la mesa para celebrar, con una copa en sus
manos, el banquete eterno de Dios con sus hijos e hijas. Beberán un vino
«nuevo» y compartirán juntos la fiesta final del Padre.
Pagola
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