En nuestra vida hay, algunas veces, pequeños hundimientos. A veces hacemos tantas cosas que creemos que nos falta el aire y perdemos el sentido de lo que hacemos. Lo inmediato se vuelve urgencia y nuestro día se convierte en una carrera contrarreloj que solo crea malestar a propios y ajenos. La presión nos puede y damos el 120%, pero parece que hacemos las cosas solo a medias. Y qué decir de nuestras comunicaciones y meteduras de pata, situaciones donde no sabemos dar con la palabra adecuada o el silencio oportuno y nos sentimos solos y un poco locos cuando en el fondo estamos rodeados de gente que nos quiere. Otras personas no tienen tanta suerte, y sus problemas se escriben con mayúsculas y tienen desenlaces tan negros como dolorosos.
Nos surgen preguntas sobre el sufrimiento, el poder de la oración, el sentido de la vida, la mala suerte o la búsqueda de responsabilidades. Ante tantas preguntas que pueden llegar a hundirnos hay un elemento que sí sale a flote. Es algo que hace que los cristianos podamos vivir de otra forma más allá de la magnitud de nuestros problemas. Un elemento diferenciador de la gente ajena a lo religioso: la esperanza. No la del optimismo fácil que confía solo en sus propias fuerzas. Significa que aunque parezca que los problemas nos ahoguen, siempre habrá una bocanada de aire. Que cuando pensemos que la realidad nos presiona, alguien nos recordará lo mucho que valemos y que en los momentos en que parece que no cesa la tormenta, se nos recordará que nunca llueve eternamente. Y sobre todo, es la misma que nos hace sentir que la vida no acaba, sino que es el prólogo de un mañana mejor.
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