EL LABERINTO DE LA DESOLACIÓN



Hay momentos en que no puedes más. El mundo se te cae encima. Te faltan las palabras. O te sobran. La confianza se resquebraja. Tus planes no salen. O ni siquiera haces planes, porque se te han acabado los motivos. Hay momentos en que la fe tiene todo de duda y nada de certeza. Días de bruma. Quieres rendirte. Te preguntas dónde extraviaste el camino, dónde dejaste de ver las señales, por qué has acabado a oscuras.

Y no estoy hablando de una depresión (aunque la descripción pueda sonar parecida). No me refiero aquí a una enfermedad. Hablo de algo que está en el horizonte de cualquier vida en algunos momentos. Eso es la desolación. Esa sensación de fracaso, de soledad despoblada, de sequedad afectiva. Esa experiencia de no ver, no saber, no alcanzar. Hay quien lo vive con más drama y quien es capaz de lidiar con ello con más estoicismo, pero, ¿quién no ha sentido alguna vez que pierde pie y se ahoga? Los desencadenantes pueden ser múltiples: una relación afectiva que se tuerce; un fracaso laboral; la fe que de golpe se oscurece; el cansancio llevado al extremo; una experiencia de rechazo…

El laberinto de la desolación es de los más duros, porque cuando estás así, no ves salida. Pero te obsesionas con encontrarla. Y ahí hay una trampa, porque en ocasiones la salida está lejos. No puedes forzar los pasos ni buscar atajos atravesando los muros. Tienes que aceptar la búsqueda más lenta de un camino. Aprender a resistir, descubriendo que eres más fuerte de lo que piensas. He ahí la clave. Aceptar.

Dice Ignacio de Loyola en una de sus citas más conocidas, referidas a la vida interior, que «en tiempo de desolación, no hacer mudanza». Evidentemente, cuando estamos mal tenemos todo el derecho del mundo a intentar que las cosas mejoren. Es más, habrá ocasiones en que tengamos que hacer cambios. Pero la trampa es empezar a hacer los cambios antes de comprender lo que de verdad está pasando. Es empezar a poner parches para que el presente duela menos, pero sin afrontar de verdad las heridas. O renunciar a algo porque me doy cuenta de que ahora duele -cuando siempre supe que algunas veces el camino traería sus espinas, o su cruz-. Porque sí, a veces el camino no es cambiar las cosas -sino perseverar, sabiendo que el tiempo también tiene sus ritmos y sus vaivenes-.

La salida del laberinto de la desolación tiene muchos nombres: resistencia (en aquello de lo que estás convencido); paciencia (aprendiendo a ser dueños del tiempo); lucidez (para descifrar motivos y ver si hay que hacer cambios); y confianza: en uno mismo, más fuerte de lo que piensa; en los otros para compartir con ellos la carga; y en Dios, que hasta cuando calla está.

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