Envuelto en una ondulación infinita de arenas doradas, el Sur de Túnez abre las puertas al Sáhara: el mayor desierto del mundo.
La inmensidad del paisaje, los diferentes tonos de color, las sombras cambiantes a lo largo del día, el imponente silencio, la extraña sensación de soledad, la libertad, la espectacularidad de sus noches estrelladas... Todo ello hace que quien viaja alguna vez al desierto, casi con toda seguridad repita la experiencia.
Son lugares donde el tiempo está escondido detrás de fríos amaneceres y puestas de sol en las que un sol, enorme y sangriento, se hunde lentamente en el horizonte. Donde los caminos se trazan en las mentes de los nómadas.
El desierto, tiene sus horas. Hay que ir al amanecer o al atardecer, porque es entonces cuando el sol arranca los almagres, ocres y bermellones que viven en la piedra arenisca y, el escenario se vuelve mágico. A mediodía, es otro desierto: plano, aburrido, cerrado y carente de atractivos.
Al amanecer, cuando la oscuridad va dejando paso a la luz del alba, y el frío de la noche deja tras de sí una estela de rocío… En ese momento que hay entre la luz y la oscuridad, se disfruta por un instante, de la verdadera esencia del desierto.
A mediodía la luz es tan fuerte que te hace ver visiones, como en el verano castellano, y de un extremo a otro, solo se ven las majestuosas e infinitas dunas que tapizan el horizonte blanco y dorado que constituyen ese océano de arena.
Al atardecer los colores son más cálidos, y la luz fascinante del sol que se pone, nos lleva despacio hacia el silencio de la noche, con un cielo de mil tonalidades escarlata.
Por la noche, cuando el frío cae sobre las áridas y ondulantes planicies desérticas, todos los nómadas se arremolinan alrededor de grandes y crepitantes hogueras, contando viejas historias escritas en las estrellas.
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