Los ingenuos podrían ser esos cristianos que se reúnen habitualmente en sus grupos estufa, haciendo de ellos comunidades muy alegres, pero poco apostólicas. Estos grupos identifican la figura del Jesús evangélico como una especie de John Lennon de la Edad Antigua, que paseaba por el Oriente Próximo repartiendo flores. Se utiliza el Evangelio como una especie de libro del amor en el que no se presta atención más que a las partes 'bonitas': los abrazos, las parábolas y las fiestas, barninzándolo todo con un filtro de Instagram, ajeno a la profundidad del mensaje.
Los ingenuos pueden (podemos) tener la tentación de conformarse con mensajes de taza barata. Seguramente desde la buena voluntad, los actos celebrativos llegan a una expresión constante de emotivismo subjetivo. En este grupo el 'buen rollo' siempre está sobre la mesa y pareciese que la vida es una constante fiesta de la espuma.
Cuando el Evangelio oculta su verdad, se descafeína, se convierte en una especie de anécdota bonita o de cuento Disney, pierde interés. La potencia del Evangelio y del mensaje de Jesús de Nazaret es que combina el abrazo con la denuncia profética; el sueño de un mundo fraterno en construcción con el análisis de las injusticias del mundo que es en acto; la fiesta y la alegría, con el llanto amargo y la tristeza; la muerte con la vida; y, sobre todo, la elección.
Porque si algo es el Evangelio, es elección. Elección de causas, y de bandos (que no significa elección de trincheras). No se puede elegir la causa de los pobres (que, como dice José I. González Faus, SJ, «es inclusiva e incluyente») y la de los insolidarios. Ni se puede exigir a voz en grito una Iglesia abierta y acogedora, apartando de ella a los que no piensan como uno (a veces a pesar de que los segundos pueden muchas veces no aceptar a los primeros). Ni existe la Iglesia que no sale a los caminos, aunque los caminos impliquen dejar el sedentarismo y abrazar la vida nómada de las comunidades que peregrinan.
Tampoco existe la opción de pasar de largo frente a los problemas. No todas las guerras son nuestras guerras, pero es ingenuo pensar que un cristiano se puede poner de lado ante las problemáticas sociales. También es una visión demasiado cándida la de creer que, una vez eliges bando, tu trinchera es siempre la buena, mientras que 'los otros' son malos.
Incluso en la formación, esta visión inocentona y naif de la vida cristiana acusa muchas veces un miedo excesivo a enfrentarnos a las preguntas existenciales, a tomar decisiones vitales o a pronunciar los parasiempres con radicalidad. Esto termina por tratar de retrasar al máximo la opción vocacional a los jóvenes, llenando la pastoral infantil de actividades superfluas o tratando a los jóvenes como a niños; ocultar el dolor y el sacrificio a la mediana edad, aceptando que el amor dura hasta que se termina; y la muerte y la enfermedad a los ancianos, como si pudiéramos escapar de ello, en lugar de abrazarlo como parte de la vida. Y, desde ahí, todos los pasos intermedios que se nos ocurran.
Por eso, es necesario huir de la ingenuidad tanto como de la intransigencia. Que no significa no pelear por la inocencia evangélica, sino trabajar por una inocencia profunda en la que el Reino hay que pelearlo, sabiendo que es Otro quien lo gana por nosotros.
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