EUTANASIA: LA DIGNIDAD EN EL FELPUDO

Estos días se vuelve a hablar mucho de la nueva ley de eutanasia en España, entre su entrada en vigor -este 25 de junio– y los recursos por considerarla inconstitucional. Evidentemente es una cuestión lo suficientemente complicada para necesitar diferentes matices y perspectivas. Esconde temas complejos de fondo y da pie a situaciones concretas muy discutibles. Toda situación de claro conflicto moral necesita de diálogos que ayuden a afinar y a discernir.

Algunos de los elementos discutibles son evidentes, grotescos y –me atrevería a decir– un poco obscenos. Me refiero al hecho de colocarlo en la agenda como un tema de demanda social cuando no lo era, al hecho de convertirse en la élite europea de la eutanasia siendo de los últimos en cuidados paliativos, y al hecho de dejar que entre e impere lo ideológico en el debate científico y moral…

Sin embargo, querría destacar una dimensión que se esconde y no se deja ver, pero que, creo, también ha empujado hacia esta nueva ley. Estoy seguro de que todo el mundo puede entender que quien pide la eutanasia no pide dejar de vivir, sino dejar de sufrir. Sufrimiento que aparece en forma de dolor físico, de soledad, de sentirse carga para otros, etc. Lo cierto es que hay otros caminos mucho más dignos para el enfermo, para sus seres queridos y para la sociedad en que viven, para atender y atajar esos sufrimientos. Pero ¿qué pasa? Que son más caros o suponen más esfuerzo y sacrificio de parte del resto. Y claro ¿acaso merece la pena un esfuerzo económico o personal por alguien que quizás ya no sea productivo?

En la base de todo esto, no deja de haber una ideología disfrazada de 'libertad', cuando en el fondo no es más que una opción meramente egoísta y caprichosa. La motivación última no es un «cada uno es libre para elegir si quiere morir» sino un «yo quiero vivir mejor», inhibiéndome –a base de leyes– ante el conflicto moral entre quitar la vida a alguien y la necesidad de hacer alguna renuncia de mi tiempo o mis dineros por cuidar a otros. Y esta primera persona alude, no tanto a familiares y seres queridos de la gente que sufre –que bastante tienen con lidiar con la enfermedad–, sino a una sociedad que, como colectivo, opta por no afrontar los dramas que se esconden detrás de cada caso a base de quitarlos de en medio.

Imagina que es la propia sociedad la que plantea: ¿Por qué voy a tener que renunciar yo a mis planes, a mi tiempo, a mis 'disfrutes' por tener que cuidar o acompañar a alguien que lo está pasando mal? Ante esta convicción egoísta, si para ganar en comodidad he de apagar el grito de mi conciencia que me llama a responsabilizarme y cuidar de mi prójimo ¿qué mejor manera que convertirlo en una ley que me deje tranquilo? Muy cómodo, muy egoísta y muy indigno del ser humano.

Mirando así la situación, la verdad es que horripila. Insisto en que cada caso, historia y situación es diferente y necesitaría de matiz. Pero a nivel general y como sociedad, creo que no añado ni un solo gramo de crueldad a la cuestión. Lo cierto es que vamos hacia un mundo en el que, por capricho, somos capaces de usar como felpudo la dignidad humana. Una evolución de otras formas de aprovecharse de los seres humanos que hubo en la historia, ahora convirtiéndolos en prescindibles.

Hay otros caminos para afrontar el sufrimiento que no sean el convertir en legítimo lo que es inmoral, pero exigen más de nosotros mismos y de la sociedad. Seguramente como país ahorraremos millones de euros a base de promocionar la eutanasia y no invertir más en cuidados paliativos. Quizás cuando usemos ese dinero, en lo que sea, estaremos tan contentos y divertidos que ni nos preguntemos de dónde ha venido. Y es que uno nunca se pregunta por el precio de su comodidad ni a costa de quiénes se consigue. Por eso, mejor anestesiar la conciencia y olvidar esos discursos aguafiestas que hablan de dignidad.

 

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