Nuestra vida es la que da ese toque a la publicidad. A todos nos gustaría no tener caspa, triunfar en el trabajo, encontrar a la chica ideal sin esfuerzo o tener unos dientes perfectamente blancos. De hecho querríamos todo a la vez. Pero resulta, lo siento, que la perfección no existe, y lo que es peor aún: pasa con todo. Es que yo nunca seré tan extrovertido como me gustaría, tan divertido, tan profundo y cariñoso como el resto se merecen.
Desde pequeños nos hacen creer que podríamos ser lo que quisiéramos, y yo habría dado lo que fuera por ser perfecto… pero no se puede. La perfección resulta un camino inacabado, como el sistema operativo de un ordenador: puedo tener la última y mejor versión de Windows, pero debo saber que ésta no es la perfecta, que en un tiempo saldrá algo mejor y puedo quedarme atrasado o actualizar. Las mismas dos opciones se presentan en nuestra vida: la del derrotismo que conduce a no llegar a intentarlo, o la de presentar batalla conscientes de que iremos de fracaso en fracaso hasta la victoria final.
Como cristiano la opción es clara: una invitación a la santidad que no que sea una frustración al no llegar, sino un gozo al saber que en el camino estoy con Dios, quien siempre me sueña en mi mejor versión y quien me perdonará, con su amor, las setenta veces siete que caiga. Ojalá un día, en pocos o muchos años, seamos capaces de mirar al Señor con el mismo gozo que sentimos tras conseguir algo por lo que llevamos tiempo trabajando, conscientes de que nunca fuimos perfectos, pero siempre buscamos la mejor versión de nosotros mismos, e incluso por días la alcanzamos.
Si hoy me preguntan qué quiero conseguir, la respuesta es clara: vivir «hasta el infinito y más allá», vivir el regalo de luchar para ser perfecto y reconocerle en mis imperfecciones.
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